En nuestra vida cotidiana estamos habituados a identificar y prevenir diversos tipos de riesgos: los económicos cada fin de mes; los de salud durante la temporada de frío o ante epidemias; los de seguridad cuando se sale a la calle de noche a un lugar desconocido; los patrimoniales cuando contratamos un seguro para nuestro auto, etcétera. Sin embargo, para un ciudadano medio, identificar y prevenir los riesgos de desastre que le rodean en su comunidad no es una actividad común y tampoco una tarea sencilla, por lo tanto, gestionarlos y mitigarlos le resulta bastante ajeno, a tal grado que deja de observarlos y dejan de interesarle.
¿Quién se ocupa entonces de gestionar y prevenir la explosión de un taller de pirotecnia; la volcadura de un tractocamión con material peligroso; el incendio de una fábrica; la caída de un puente peatonal; el desazolve del drenaje municipal o el desbordamiento de un río? Prácticamente nadie que no sea un funcionario gubernamental o técnico especializado en gestión de riesgos. Ante estos escenarios a la ciudadanía le toca jugar el rol de afectada o espectador de la desgracia.
¿Por qué? Porque si se quiere participar en tareas preventivas desde el ámbito de la sociedad civil, no se cuenta con un mecanismo confiable, eficaz y vinculatorio que lleve las inquietudes y denuncias ciudadanas a los actores con capacidad técnica, resolutiva y que además permita darles seguimiento. Teléfonos que nunca se contestan, correos que no se responden, reparaciones a medias e irregularidades administrativas se acumulan antes de que la emergencia se desate… Y entonces sí, ahí estarán los cuerpos de emergencia combatiendo el fuego y atendiendo a los lesionados; los vecinos ayudando como pueden y los funcionarios dando los pésames a los afectados, haciéndose responsables, ahora sí, de las consecuencias, que nadie tuvo a bien evitar.
¿Qué se necesita para que, entre vecinos y autoridades, nos ocupemos de alertar cuando uno de nosotros genera condiciones de peligro que ponen en riesgo a todos los demás? ¿Qué impide que la atención de una llamada de alerta o la solicitud de una acción correctiva se materialice oportunamente, antes de que ocurra una emergencia? Además de los vericuetos burocráticos ya conocidos por todos, existe también una brecha metodológica y conceptual que impide a la ciudadanía discernir los procesos de construcción social de los riesgos, identificar su posible solución, así como el conocimiento de qué entidad o institución pública es responsable de su atención.
Reconocer que no se puede atender aquello que no se puede ver –o no se quiere—, es la premisa de la que partimos para entender que aún no hemos podido construir una cultura de autoprotección, ni prácticas ciudadanas responsables que permitan ver y prevenir la generación de peligros y vulnerabilidades que se construyen diariamente. La fuerte explosión por acumulación de gas, ocurrida la mañana del 31 de enero de 2024, en una Unidad Habitacional en el municipio de La Paz, Estado de México y que dejó una persona fallecida y lesionó gravemente a más de diez –incluídos tres niños– es un ejemplo de este fenómeno de ceguera e indiferencia ante los riesgos.
El futuro de la prevención y atención de emergencias está aquí y debe ser horizontal y comunitaria. Preocuparse por los vecinos y el entorno inmediato es una obligación de autoprotección; cuidar de los otros y alertar sobre los riesgos detectados es hacer un favor doble, en beneficio de uno mismo y de quienes amamos. Esto es también protección civil. ¡Que su semana sea de éxito!
Hugo Antonio Espinosa Ramírez
Funcionario, Académico y Asesor en Gestión de Riesgos de Desastre
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