Yo soy mis amigos muertos.
Astros apagados, sangre detenida. Soles eclipsados a destiempo.
He llorado lágrimas de plomo.
Y sigo lamiendo mis heridas
Yo soy aquellas despedidas prematuras
Soy su reflejo. Lo que fueron. Lo que seré.
Soy su pasado y ellos mi futuro.
Soy aún su alma encadenada, la servidumbre de la tierra:
su polvo, sus lágrimas,
sus ojos, los que ven por ellos; soy sus manos, una parte de su alma.
Así les pertenezco.
Pero soy también el brillo de sus ojos.
Sus hijos no nacidos.
Su aire enrarecido.
El alcohol encendido en la bañera.
La bici desmayada en la banqueta.
La casa abandonada.
Soy su ataúd, su mortaja. Las cenizas.
El centro de la estancia silenciada.
No más miel, no más mar, no más rosas.
Balalaicas celestiales.
Cascos y fuetes contenidos.
Naves vacías.
Palabras ya nunca escritas.
Yo, aquí, soy aún su todo
Y no soy nada.
¿Dónde están?
Hace mucho no los veo
(¿los vi ayer, apenas?)
Hace tanto los recuerdo; no hay paz en su muerte, no es verdad.
Nunca se dice adiós del todo.
Frida Mazzotti Pabello
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Y tus amores se van, y no. Se quedan en el espíritu y nunca puedes darles más que tu alma blanca, almidonada, llena de brillo y de luz, para que sepan que es esa la que les pertenece. Y que estarán anclados desde el fondo, y hasta el fondo del universo entero, sin hoyos negros, ni vacíos. Todos llenos de amor y no miedo.
Yo aprendí a no tenerle miedo a la muerte. La vi cerca, muy cerca. Dormí con ella mil veces mil y le cerré los ojos, la boca, la conciencia y el entendimiento. Le platiqué que iría a la luz muy cerca de Dios y que allí empezaba el laberinto inteligente y preciso de la eternidad. Y que encontraría mil colores llenos de la esperanza que algún día tuvo. De la ilusión de encontrar por todos lados a los seres que tanto amaba y ya habían partido. Y de la magia de sentirse sin una pisca de dolor, de sufrimiento o de llanto. Brillantez pura.
Desde que nacemos, la muerte es lo único que tenemos cerca de nosotros permanentemente. Y la picamos, y la jugamos, y nos reímos de ella, porque no le entendemos ni una pisca. Pero allí está latente en tiempo y en hora. No pasamos de la raya que alguna vez el Gran Arquitecto del Universo nos ha trazado. Y allí sí, nos arrugamos toditos.
Pero entendámosla. Oremos mil veces para que nos agarre de la mano, si Dios así lo permite, con cariño y sin dolor. Con entusiasmo y con valor. Porque se necesita, de verdad, ser muy valiente para enfrentar lo desconocido. Todavía no conozco a alguien que halla ido y regresado, para que me cuente qué vio, vivió o sintió. Solo Dios sabe.
Abrazo con el alma el día en que murió mi madre. Fue un momento en el que Dios tuvo misericordia, y la tomó de la mano y la llevó con él. Con la luz eterna que ilumina todo el universo entero. Cualquier estrella me la recuerda. Y yo allí estoy con ella.
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