Esta vez, les quiero platicar de alguien que ha sido uno de los más importantes y respetados periodistas, y comunicadores sociales que han existido en este país, y tal vez, más allá de nuestras fronteras. Miguel López Azuara, quien la semana pasada, acaba de partir al éter eterno, con su creador. Don Miguel, le decíamos quienes habíamos tenido la fortuna de tratarlo y por consecuencia, quererlo.
Su hijo Enrique, escribió la historia de lo difícil y complicado que había sido para él, haberse podido colocar en el puesto número uno, como comunicador social. Rescato unas líneas:
Miguel López Azuara no lo sabía, pero nació con el gusanito del periodismo metido en el tuétano, Él llegó al mundo como regalo del Día de Reyes de 1934, en Tuxpan, en plena huasteca veracruzana, a la orilla de un hermoso y ancho río que cruzaba a nado con sus amigos, para calmar el intenso calor veraniego y a unos cuantos kilómetros de una barra interminable que hay por playa. Su primer regalo de Día de Reyes fue tener a Melchor, como segundo nombre.
Al poco tiempo de terminar la preparatoria se fue con algunos amigos a la Ciudad de México, la gran capital.
Su intención era continuar una aventura que habían comenzado en Tuxpan, cuando Javier Santos Llorente, un amigo mayor que ellos, los invitó, más que a trabajar, a participar en un pequeño periódico local llamado El Sol de La Huasteca, financiado por el radiodifusor Calixto Almazán.
Eso bastó para poner al periodismo en el centro de la atención de Miguel y de sus amigos de toda la vida.
A la capital se fue primero con Eduardo Deschamps Rosas, un hombre de mente brillante, bueno para las matemáticas y hambriento de temas culturales. Más tarde, se les unió Manuel Arvizu Maraboto, cuyo talento estaba más enfocado en las formas y el diseño
Al final, los tres terminaron trabajando y forjándose en las páginas de las diferentes publicaciones de Excélsior, dirigido entonces por don Rodrigo del Llano.
La historia de López Azuara en el diario comenzó el lunes 5 de septiembre de 1955, en la avenida Paseo de la Reforma #18, sede de “El Periódico de la Vida Nacional”, periódico fundado el 18 de marzo de 1917 por Rafael Alducín, un joven poblano que incursionó en el periodismo en los últimos días del periodo revolucionario.
En los años 50 no había escuelas de periodismo ni facultades de comunicación. El oficio se aprendía en las redacciones, que eran amplios salones llenos de escritorios, sillas, teléfonos y máquinas de escribir mecánicas. Los aspirantes aprendían viendo y leyendo a los reporteros experimentados, oyendo los consejos y las reprimendas de los jefes de redacción y de información.
Comenzaban por ser “hueso” en la redacción. Los “huesos” eran ayudantes generales que lo mismo iban por el café y los refrescos, que llevaban las notas de los escritorios de los reporteros a las mesas de los jefes. En esa época, las notas se escribían sobre papel revolución con dos copias hechas con papel carbón. Los textos se escribían a doble renglón, para que los correctores de estilo y redacción tuvieran espacio donde plasmar sus anotaciones.
En el camino, los “huesos” iban ascendiendo en la escala jerárquica. Lo que seguía era ser “ayudante de redacción”, lo que implicaba el privilegio, o la responsabilidad, de tomar el teléfono, sentarse a la máquina de escribir y recibir las notas que los reporteros dictaban apresuradamente cuando estaban fuera de la ciudad o cuando sabían que no llegarían a tiempo para cumplir con el cierre de las ediciones que, en el caso de Excélsior, eran tres al día. Primero la matutina, que era la principal. A mediodía, Ultimas Noticias, que estaba en las calles como a la una de la tarde y, por último, La Extra, que salía a circulación antes de las 17 horas.
El trabajo no terminaba ahí. Seguía la preparación de la edición matutina del día siguiente y el ritmo de trabajo implicaba que después de que las notas eran entregadas, corregidas y aceptadas, tenían que encontrar su acomodo en las páginas del periódico, tarea que, bajo la guía de los jefes de información, correspondía a los diagramadores, quienes debían considerar tanto la extensión de los textos como la disponibilidad de materiales fotográficos y el “peso” que tenía cada información, ubicarla en tal o cual plana y su posición en la misma.
Después seguía todo el proceso de talleres, linotipos e impresión, para llegar con los responsables de la distribución, quienes, durante la madrugada, coordinaban el envío de suscripciones, la entrega a voceadores, a otros distribuidores locales cerrados, así como los envíos foráneos a las principales ciudades del país. Unos paquetes se iban en autobuses de pasajeros y otros viajaban por avión.
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