La vida me ha llevado, en varios momentos, a la Argentina, pero cada vez que llego siento que la descubro por primera vez y cada vez también termino sintiéndome como en casa.
Mi primer encuentro con esta tierra me llevó a Rosario, allá donde la vida se vive despacio, donde uno puede volar, sentirse cerca de uno mismo; allá donde nació el espíritu revolucionario de América Latina: Ernesto “Che” Guevara, ese símbolo atemporal de la libertad y la justicia, emblema de la juventud. De ahí también es Fontanarrosa o “Fontanarrisa”, como le dicen por la grandiosidad de su humor, Fito Páez y el gran Leo Messi.
Caminando las calles de Rosario uno disfruta de un cielo inmensamente azul y nubes profundamente blancas, quizá fue justo ese paisaje natural lo que inspiró a Manuel Belgrano para definir los colores de la escarapela, que más tarde serían adoptados también para la bandera argentina. A Rosario se le conoce como la cuna de la bandera, ahí fue izada por primera vez y por eso también se erigió ahí el monumento histórico nacional a la bandera, construido en una superficie de diez mil metros cuadrados, para rendir homenaje permanente al espíritu de independencia y libertad.
Mi segundo encuentro me llevó al norte argentino: Humahuaca, altar simbólico de la patria, donde se ubica el monumento a la Independencia. Hay ahí una leyenda que evoca realidades paralelas entre los Capuleto y los Montesco, aquí una pareja de enamorados también murió por amor, por eso a este lugar se le conoce como “cabeza que llora”. Ahí también cobra sentido aquella canción que tantas veces escuché cuando era niña y que me tocó vivirla frente a la quebrada, entre el carnaval, con los humahuaqueños, con quienes tararé “Llegando está el carnaval, quebradeño mi cholitay, llegando está el carnaval, quebradeño mi cholitay. Fiesta de la quebrada, humahuaqueña para cantar, erke charango y bombo, carnavalito para bailar…”
En esta tierra conocí a María, una mujer de 64 años, líder de los copleros, promotora cultural de su comunidad, convencida de que es su deber crear conciencia en la gente: “Yo tomé conciencia a los 14 años, comprendí que cuando llegaron los españoles nosotros teníamos la tierra y ellos la Biblia, cuando abrimos los ojos ellos tenían las tierras y nosotros la Biblia. Como pudimos sobrevivimos”.
Yulikila Ontiveros es pareja de María: “A mí me pagan por ser indio”, me dice sonriendo. Y sí, en la película La Misión (con Robert de Niro), Yulkila representa al jefe guaraní. Ahora se ha convertido en un asesor y consejero político. Ambos están convencidos de que la mejor arma para los pueblos es la educación y la cultura. Con ellos llegué a El Aguilar, una municipalidad enclavada en una mina, territorio privado de una empresa transnacional. Se respira, si se puede, a 4 800 metros de altura, por eso María fue enfática cuando me dio una bolsita con hoja de coca: camina despacio, come ligero y masca coca.
Para llegar a El Aguilar uno debe sortear dos garitas, donde el gerente de la empresa autoriza o no, la entrada a la “municipalidad libre”; a las 06:00 de la mañana te despierta un ensordecedor timbre que activa la empresa, todos saben que es hora de levantarse, y así va sonando durante el día para marcar el ritmo de vida que debe llevar la gente que allí habita. No hay desempleo, todos trabajan para la empresa, tampoco hay tiendas, más que la que pertenece a la misma.
La belleza de esa tierra es inigualable, se corresponde con su altura, uno se siente tan cerca de las estrellas, sus cerros son de colores de todos los colores, hay uno en particular que tiene siete colores y simula una falda, o como ellos le llaman “la pollera”. Es un paisaje con características excepcionales, lo que le valió en 2003 ser declarada Patrimonio Mundial de la Humanidad por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO).
Quizá sea una forma también de rendir tributo a la Pachamama (la madre Tierra), y junto con ella, al hermano Sol, la hermana agua y el hermano viento…