#Terror: Mario, perdido por amor

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#Terror: Mario, perdido por amor

Domingo, 25 Abril 2021 15:46 Escrito por  Erick Pedraza
Mario vivió muchos años en su mundo Mario vivió muchos años en su mundo Foto: Especial

Conocí a Mario comenzando quinto de primaria. Un tipo con cabello lacio y corto, con la voz algo ronca. Vivía solo con su mamá, una mujer muy blanca alta y con cabello castaño. La conocí en una de las juntas escolares de padres, apenas veía a su hijo, lo llenaba de abrazos y caricias frente a todos.

Mario, algo apenado, correspondía el afecto de su mamá y la conducía de la mano al salón.

Un día, platicando, resultamos ser vecinos de colonia. Su casa estaba a unas dos cuadras de la mía. Era una casa grande color terracota, de una planta, rodeada de jardín y con ventanas grandes a cada lado. A pesar de llevarnos bien en la escuela, nunca nos juntamos en las tardes para salir o hacer algo juntos.

Una mañana, de esas muy frías de fin de año, tras una ausencia de ocho días, Mario llegó muy raro, desencajado y con la camisa arrugada y mugre en el cuello. Tenía el cabello sucio. Los días siguientes, su aspecto no mejoró, su aroma tampoco. Recuerdo que ya ni siquiera llevaba lunch. Antes me daban envidia los sándwiches y hamburguesas preparados por su mamá .

Hablaba de cosas extrañas, como si sabía de qué color eran en verdad los huesos humanos. Él decía: cuando les da el aire, se ponen amarillos, se secan y, la sangre, la sangre al secarse se vuelve negra.

Una vez encontramos un pájaro medio muerto tirado en una jardinera. Al ver que estaba vivo, fue por un sacapuntas y, con la cuchilla pequeña, abrió el pecho del ave y nos mostró los diminutos pulmones morados inflándose tres veces antes de morir.

Los demás empezaban a tenerle miedo y, además de mí, ya nadie le hablaba.

Un día, Mario dejó de ir a la escuela. Terminé el sexto año de primaria, entré a secundaria, siguió la prepa, y Mario se volvió solo un recuerdo extraño de niño. Pero su casa seguía exactamente igual, mismo color, mismas cortinas, pero con un deterioro evidente por el paso del tiempo.

Siempre llamó mi atención por la hierba crecida, las ventanas grandes y sucias y esa extraña e intensa sensación al pasar frente a ella. Era extraño ver objetos tirados en el jardín que cambiaban de lugar o desaparecían. Por la noche era un lugar oscuro y atemorizante.

Una noche, 30 años después del sexto de primaria, de regreso del trabajo, pasé por la casa de Mario y, como siempre, miré a la derecha. Detrás de las cortinas hechas jirones, pude ver dos velas encendidas en medio de la oscuridad interior. Pensé en detenerme, en investigar, pero me dije “seguramente es un velador, o tal vez ya se ocupó la casa y no tienen luz”. Pensé en todas las posibilidades en un instante y no le di más importancia (por el momento).

Pasaron los días. Por aquel entonces yo tenía un perro enorme que se volvía loco si no lo sacaba a pasear. Una tarde tomé la correa y salimos como siempre a la misma hora. Mi perro me arrastraba por donde quería y, sin darme cuenta, ya estaba de nuevo frente a la casa terracota, sólo que en ese momento había algo diferente.

La puerta de enfrente estaba abierta y vi adentro la figura flaca de un hombre arrastrando un costal muy sucio, de espaldas, caminando hacia la entrada. Pensé “es un vagabundo, vive aquí”. Esa era la explicación para las velas de la otra noche. Mi perro a pesar de los jalones, se resistía a dejar de olfatear la base de un poste y eso dio oportunidad a ver la cara del personaje de frente.

¿Has tenido la sensación como de un golpe en el estómago? ¿Esa sensación de frío y calor al mismo tiempo al ver algo inesperado?

Era Mario, o lo que quedaba de él. Me miró atento unos segundos y después miró a mi perro, que ahora trataba de oler sus zapatos sucios, enormes y salpicados de pintura blanca. “¿cómo estás? ¿Te acuerdas de mi?” le pregunté. Él repitió mi nombre con voz muy gruesa, después dijo: “me gritan en la noche, siempre me gritan, pero ya ni les hago caso”, mientras sus ojos, con lagañas secas, miraban arriba y a la izquierda, al vacío.

Pude ver su cara transformada por los años, sus uñas largas y sucias. Vestía una playera de un tono amarillento y café, que un día fue blanca, unos pants grises con manchas de algún líquido indefinido, y un aroma fétido indescriptible.

Regresé al otro día con algo de comida para mi amigo. Ahora tenía claro que nunca dejó de vivir ahí. Pero tenía que preguntarle qué había sucedido. Todas las dudas en mi cabeza me molestaban al mismo tiempo que seguía a Mario dentro de la casa que por tanto tiempo me inquietó. No había muebles, la suciedad predominaba y la humedad desprendía el yeso del techo. Él se sentó en unos cartones y trapos que tenía en uno de los cuartos. Empezó a comer con vehemencia y me senté frente a él.

Al rato llega mi mamá”, me dijo, a lo que le contesté: “¿aquí viven los dos? No hubo respuesta, seguía chasqueando la boca mientras comía. Pregunté de nuevo: “¿Tu mamá viene a verte?”. “Viene en las noches, platicamos y se va”, contestó.

“¿Qué madre permitiría que su hijo viviera en tal situación?”, pensé.

Dejó de comer y se puso de pie sobándose el brazo izquierdo. “A mi mamá le gusta hacerme bromas. Cuando era niño se durmió por cuatro días. Me dio mucho miedo que no se movía. Lloré mucho, no me contestaba. Después, no sé cómo la vi parada ahí, en la ventana, pero también la seguía viendo tirada en donde había caído”, me dijo.

Al escucharlo me sentí incómodo, miré en todas direcciones buscando nada, pero sentía que tenía que seguir escuchándolo.

“Me dijo que no tuviera miedo, que ella seguía cuidándome y me abrazaba y yo a ella. Pero mi mamá, la que estaba tirada, se puso mal, olía muy mal. Quise ponerla en la cisterna, pero no cabía. Tuve que cortarla para que sus brazos entraran, pero eso ya fue hace mucho... Me gustó mucho tu perro, regálamelo ¿no?”.

Salí de la casa de Mario con dolor de cabeza, casi de noche. Cerré la reja tras de mí, y sólo pude escucharlo diciendo: “Hola ma, se acaba de ir mi amigo”.

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