Estado de México
Macario se levanta a las cinco de la mañana. Limpia con fuerza la barra de madera con un trapo húmedo y saca la basura para después quemarla. Acomoda las sillas encima de las mesas para barrer y trapear, ni modo, así es cuando se es propietario de una de las cantinas más concurridas de El Oro.
Por último, abre las dos puertas que daban a la calle. Aquí la gente madruga, ya pasan de las siete y se puede ver una que otra señora arriando chivos para vender en el mercado; burros cargados de odres con pulque y, claro, siempre pasan mujeres bonitas envueltas en sus rebozos.
A Macario le gusta pararse en la puerta y hablarles bonito: “adiós Almita, qué guapa anda hoy”, “mire nomás mi Gloria, ¿a dónde va usted tan arreglada?”. Nunca voltean, él ya es un hombre en sus 50 y tantos, regordete, moreno con un bigotito bien recortado, siempre enfundado en sus pantalones de mezclilla con tirantes, y una camisa blanca abotonada hasta arriba.
El día transcurre sin nada nuevo. Parroquianos que al calor del mezcal y la sinfonola entonan canciones con sentimiento. Un niño que entra todas las tardes a ofrecer dulces de leche, algún borrachín que busca pleito mientras su señora lo espera afuera sentada en la banqueta.
Pero la tarde para Macario empezó a pintar algo diferente, casi daban las ocho de la noche cuando pudo ver entre las mesas a una mujer joven, de cabello muy negro y largo que cubría su rostro hasta las mejillas. Un vestido de color claro algo indefinido dejaba ver parte de su espalda. Caminaba entre las mesas como buscando a alguien, la mujer enfiló a la puerta bajo la mirada firme de Macario.
“Ahí te encargo”, le dijo al ayudante que secaba vasos tras la barra al tiempo que se ponía su chamarra. La mujer avanzó calle abajo y, de cuando en cuando, giraba la cabeza mostrando a medias una sonrisa, apenas visible tras el pesado cabello. Sabiéndose triunfador Macario pensó: “ya la hice”, mientras acariciaba su curioso bigotito.
Al ir alejándose del centro, las calles empedradas se tornaban más solitarias y oscuras, dándole a Macario la confianza suficiente para lanzar uno que otro piropo sin obtener respuesta. Casi sin darse cuenta, pudo ver que llegaban al antiguo socavón donde había una construcción de madera que alojaba la entrada a una de las minas, que hacía mucho estaban en abandono.
Todo parecía estar de su lado, un lugar alejado y discreto. De pronto la mujer se detuvo de golpe frente a la entrada del oscuro edificio, no había luna y los únicos ruidos eran los ladridos de algún perro en la lejanía.
Macario vio el momento perfecto para acercarse y caminó unos pasos hasta poder tocar el hombro de la mujer, quien, en un movimiento muy súbito, giró por completo su cuerpo, que ahora se tornaba profundamente oscuro. De su rostro, incomprensible al ojo humano, sólo se podía ver una enorme cavidad, por lo que Macario pudo sentir terror como nunca antes.
Tuvo la sensación de ser atraído por esa mujer, distorsionada ahora en un ser feroz que irradiaba un frío que quemaba la piel, seguido de un rugido potente y confuso. Sus largas manos se aferraron a la cara de Macario, quien sintió cómo las duras uñas se clavaron profundo en sus ojos.
El agudo dolor que sintió fue seguido por un espeso telón de sangre caliente que terminó por cegarlo. En ese momento supo que no habría regreso. Ya no sintió nada, solo una tristeza y una soledad profundas, seguidas de una oscuridad envolvente, que le quedaron por una eternidad.
El paso por esta vida y la historia de Macario llegaron a su fin en ese momento.