Los gritos que se oyen por todos lados “denuncian”: que a las instituciones finalmente se las está llevando el diablo, y todo es obra del nuevo gobierno federal.
Lo primero que habría que preguntar es de qué instituciones se está hablando si en las últimas casi cuatro décadas lo que se hizo no fue otra cosa que crear un andamiaje estructural y legal para que, en los hechos, el gobierno fuera el referente exacto de eso que los ingeniosos economistas alemanes calificaron como “vigilante nocturno, un ente casi inexistente, salvo para hacerla de policía y de sicólogo adinerado frente a las llamadas “exuberancias irracionales” (pasiones fuera de control).
En otras palabras, durante 36 años en vez de instituciones tuvimos un policía somnoliento, sonámbulo, que aplicó a ultranza la práctica del “laiseez faire, laissez passer” (dejar hacer, dejar pasar), preconizando la libertad del individuo en cuanto a elección y acción (en realidad, libertinaje), evangelio de corte francés que, como se sabe, se opone a cualquier injerencia del gobierno en asuntos de economía.
Defensa de los derechos individuales y de propiedad no lograron, sin embargo, servir todo el tiempo de escudo para las permanentes exacciones al erario público (rescates carreteros, de ingenio azucareros, bancarios, etc.) y haber convertido a nuestro país en un paraíso fiscal, propicio para la evasión de impuestos en las narices de todo el mundo (con la venia del vigilante dormilón) y la especulación con su eufemismo de “volatilidad”.
Bajo el manto del neoliberalismo, las “instituciones” fundadas (como las responsables técnicamente de organizar comicios equitativos y transparentes), rápidamente lograron su autonomía y otras como el Banco de México lo lograron (para ir cercando al Ogro Filantrópico, más que para evitar la inflación), originándose una gran confusión respecto del concepto de “autonomía”.
Estos casos me recuerdan a los delincuentes que se parapetan en las universidades y bajo el argumento de “autonomía universitaria”, buscan refugio para buscar ponerse fuera del alcance de la acción del gobierno cuando hay transgredido las normas.
Tienen la falsa creencia de que la “autonomía” es impunidad, de que se puede obrar como se les pegue la gana sin tener que responder a nadie. Nunca se enteraron que la autonomía tiene que ver con la libertad de cátedra y no con la pretendida evasión de actos contrarios a la buena convivencia.
Así, para hacer más fácil el escapismo se crearon instancias de una autonomía tan ridícula, que cualquier incursión, buena o mala, por parte de las autoridades, es tomada como un atentado al citado espíritu libre, aunque siempre hayan estado al servicio del neoliberalismo (ahí sí, muy institucionales, según el coro lacrimoso de temporada) y todo lo que ello implica.
Los cambios profundos, no de fachada, suponen demoliciones inevitables, y eso es justo lo que hicieron los protagonistas de los últimos seis sexenios, coronando su intento con la inclusión de la iniciativa privada, nacional y extranjera, en la industria energética vía “reformas estructurales”.
¿Debería espantarse alguien de que ahora se intenten demoler esas “instituciones” que, dicho sea de paso, forman parte de una generación de actores públicos y privados caracterizada por el fracaso, el saqueo la corrupción, la impunidad y todo lo que ya se sabe?
Habrá algunas, quizás, que merezcan reorientar sus objetivos, pero no es el caso de todas.
¿Cómo se defiende un sistema cuyas instituciones no sirvieron mas que para ampliar la brecha de desigualdad entre pobres y ricos, que prohijó y protegió saqueos escandalosos, venta de bienes nacionales a precio de tianguis y además, que hizo de la corrupción la carta de presentación del país en todo el mundo?
No lo sé, tal vez con una cara muy dura, pero el caso es que han salido a la palestra defensores del abuso y la arbitrariedad, exigiendo casi casi que nada cambie, que todo permanezca intocado. Ojalá no sea así y que los cambios, eso sí, sean para bien, y que realmente el nuestro sea un país de instituciones, no de fachadas.