Cuando una persona se separa de la tierra en que nace -independientemente de los motivos-, está destinada a vivir en dos tierras. Son muchos los puntos de quiebre de su cotidianidad: la familia, los amigos, la escuela, las calles; todos sus espacios de sociabilidad se trastocan, se modifican tanto, como su sentido de pertenencia. Como dice Mohsen Emadi: “La vida de una persona no viene del vacío. Existe un pasado familiar, de lenguaje y de lugar”.
En el siglo XX, México se convirtió en el lugar del exilio para muchos españoles, argentinos, chilenos y uruguayos; entonces, como ahora, en el mundo había una tensa situación social, política, económica e ideológica, y a pesar de lo álgido de los problemas propios que nuestro país enfrentaba, llegar a México fue llegar a un lugar que les permitió refugiarse del terror y del dolor; que les permitió sobrevivir, reinventarse, volver a hacer una vida.
En mi época de estudiante, todavía me tocó convivir con profesores a los que la universidad pública acogió en esos momentos; algunos decidieron volver a su país una vez que las condiciones sociopolíticas se los permitieron nuevamente, otros más, asumieron esta tierra como su hogar.
Vagamente recuerdo parte de sus nostalgias y me pongo a pensar que en el fondo terminan siendo ciudadanos apátridas, no en el sentido jurídico de la palabra, sino más bien social, porque en el imaginario colectivo, no terminan siendo ni de un lado ni del otro; aunque decidan cuando pueden decidir establecerse plenamente en un lugar, su habitus siempre oscilará en dos pistas; y por más afectos que se construyan, el que llega siempre será el otro.
Tengo varios amigos que desde hace mucho tiempo decidieron ser mexicanos; no obstante, cuando me toca presentarlos en algunas convivencias, inevitablemente hago referencia a su país de origen. Nunca les he preguntado lo que eso significa emocionalmente para ellos, en adelante procuraré tenerlo presente.
La tradición de asilo, de hermandad y solidaridad que se asumió política y socialmente, imprimió un valor agregado en nuestro pasaporte. Esto no lo dicen los libros de historia, sino las personas de a pie, quienes tienen presente los testimonios de sus compatriotas que sobrevivieron en el exilio. En más de una ocasión me ha tocado escuchar:
Me cuenta mi tío que se subieron al avión sin saber a dónde iban exactamente y que nunca se le va a olvidar cuando llegaron, porque en el aeropuerto de la Ciudad de México había un letrero que decía: “Bienvenido Hermano Latinoamericano”. Por eso queremos mucho a los mexicanos.
México, en definitiva, nos enseñaría que no habíamos perdido una patria, sino recuperado otra, la de la hermandad histórica.
Yo les digo a mis hijos que deben saber que México fue el único país que votó en contra del bloqueo económico a Cuba.
Todos, cada uno en su circunstancia y con su talante, hemos procurado honrar la deuda contraída con México, deuda también de la España recuperada.
Hoy es mi patria y puedo decir: Gracias, Patria, por recibirme.
La profundidad de estas palabras no ha significado únicamente solidarizarse o estremecerse ante quienes han sido golpeados por las circunstancias de la represión; la profundidad de estas palabras no tiene su origen en un acto meramente humanitario, sino en la esencia de las relaciones políticas internacionales que en varios momentos nuestro país ha asumido éticamente.
En el mundo de hoy, somos testigos de masas trashumantes que se dirigen a ningún lado, con un solo propósito: sobrevivir. En el mundo de hoy, hay quienes deciden no salir e intentan soluciones desesperadas, también, con un solo propósito: sobrevivir.
Es fácil argumentar que la prioridad debe ser, antes que involucrarse en problemas ajenos, resolver los propios. Es fácil asumir que la culpa no es de nadie, que el mundo es así. Es fácil mirar hacia otro lado o justificarse…
Aunque yo diría que desde la trinchera en que nos encontremos, debemos no ser indiferentes ante la complejidad de las circunstancias que enfrentan muchas personas; asumir una actitud íntimamente ligada a la condición humana, porque como diría Eduardo Galeano: “Al fin y al cabo, somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”. Intentemos la vida más digna de ser vivida para cualquier ser humano…