Es incomprensible cómo es el propio presidente de México, el tabasqueño Andrés López Obrador, quien cada mañana se levanta para acudir a sus apariciones mañaneras que se organizan en el salón tesorería desde Palacio Nacional, para insultar a todos los mexicanos que no coinciden con su forma de pensar, o de la manera en que ve la vida, la política y la economía, como él quisiera.
A pesar de que viene haciendo lo mismo materialmente desde que asumió el cargo, el uso de la tribuna a su alcance, no tiene ninguna posibilidad de compararse al de cualquier ciudadano; exigir “su libertad de expresión” no puede estar a la misma altura porque el aparato gubernamental representa al poder y mayor cobertura, además, lejos de responder con argumentos a alguna crítica, exigencia o pregunta incómoda, termina por descalificar a quien la formula y pocas, muy pocas veces, responde satisfactoriamente el cuestionamiento.
Es imposible pasar por alto el hecho de que el gobierno tiene cooptados a la mayoría de los medios de comunicación, están comiendo de su mano; son pocos a los que en realidad no puede controlar, porque no dependen de las prerrogativas del gobierno federal. La queja del tabasqueño, más bien, obedece a su intolerancia para soportar todo aquello que le es difícil controlar y que, en su momento, como opositor, utilizó.
No somos iguales, ha repetido tantas veces que parece comercial, pero tampoco por repetirlo constantemente en automático será verdad, lo que sí ha demostrado el tabasqueño, es que, su actuar viene acompañado de las mismas prácticas que utilizaba el partido hegemónico hace cincuenta años, política que, por cierto, pretende imponer como moda, como si fuese algo novedoso, gloria de un gobierno innovador, que, fracasado, envía en retroceso a los mexicanos.
Lo que dice, declara y sugiere el presidente, utilizando su exclusiva plataforma, repercute mucho más allá de la imaginación y afecta invariablemente a quien decide señalar; esta posición la quiere hacer pasar como normal, pero no lo es. Una de sus palabras más utilizadas, ¿será porque es la que más lo identifica? Es la de llamar corruptos casi a todos a los que coloca como adversarios a su gobierno.
De lengua fácil y de piel muy delgada, el tabasqueño insulta, ofende, se lanza en contra de los que considera enemigos, incapaz de demostrar qué es lo que cree que le da derecho de llamar corruptos a aquellos, sin presentar pruebas de promedio, pues da por hecho que no las necesita, su palabra es suficiente.
Muy cómodo, desde su posición, exige que se le demuestre, eso sí, con pruebas, lo que se dice de su gobierno o de él, sin sentir la mínima obligación de presentar las propias, es suficiente con llamar corrupto, o ladrón, a quien se le antoje para que sea sacrificado en la plaza púbica, vía bots; con esa risa que lo caracteriza, y, consciente de la magnitud de lo que declara, observa paciente cómo las redes sociales se encargan del resto.
Pero, ¿qué sucede cuando las cosas se le salen de control y los argumentos se acaban, además de no tenerlos, porque todo parte de la improvisación, reflejo de lo que han sido cuatro años de administración obradorista, sin medir consecuencias?, las cosas empeoran. Por ejemplo, advirtió que está viendo la posibilidad de demandar al abogado César de Castro, defensor de Genaro García Luna, procesado en los Estados Unidos, por haberse atrevido a mencionar su nombre en la Corte, pues bien, debería hacerlo, buscar la justicia en aquel país neoliberal para que se le haga pagar al abogado tal osadía, aunque podría ser que le salga el “tiro por la culata”.
Los ciudadanos están acostumbrándose a que tienen que elegir entre un bando y otro, del lado de los que apapacha López Obrador, son el pueblo bueno y sabio, según él, los olvidados por los gobiernos neoliberales, a los que “cariñosamente” llama “solovinos”, o “mascotitas”, a los pobres, que el propio mandatario aseguró que cuando se necesita defienden a quien les da apoyo, así, con ese cinismo.
Por el otro lado, están los que se atreven a pensar por sí mismos, condición que no entiende por sus propias limitaciones, por eso, los coloca forzosamente como parte de una masa controlada por injerencia de sus adversarios, por dejarse encandilar, señalándolos de ser presa de los conservadores que los envuelven, para defender privilegios y a corruptos.
Por esa razón, la marcha del 26 de febrero que aún lo tiene irritado, y que reunió a centenares de miles de ciudadanos libres, que salieron a las calles a exigir respeto al INE y a su voto, niega su autenticidad, no quiere reconocer el crédito que merecen los ciudadanos, pues no es algo que acepte y entienda.
El gobierno lopezobradorista no ha entregado ningún resultado que le dé como para presumir, porque de haberlo, sus huestes lo estarían gritado a los cuatro vientos todos los días, pero no, sus obras dejan mucho que desear, además, demuestra la falta de capacidad para impulsar al país hacia un mejor futuro, ya que se encuentra soñando con el pasado.
Así, han pasado cuatro años, empeñado en distinguir a liberales y conservadores, aunque tampoco queda claro qué es lo que entiende por cada uno de esos conceptos, dice ser liberal y actúa como conservador, entonces, no se sabe que cree que es, pero, lo traduce como un pensamiento consciente y que surge de una ideología clara y probada.
El país, sin embargo, se encuentra en una condición deplorable, y sin rumbo, y al frente se encuentra un hombre lleno de odio, y que monta en cólera a causa de una manifestación que ha sido comentada en el ámbito internacional, y a la que como respuesta únicamente ha insultado, identificando, entre otras cosas, a los asistentes como corruptos. ¿Su respuesta? La esperada; organizar su propia manifestación.
El resumen de sus cuatro años es ese, palabras, más palabras e insultos, acompañados de venganza, pero nada de lo que ofreció en campaña ha cumplido, festeja las remesas que deberían avergonzarlo, festeja el precio de la gasolina o del dólar, pero el gobierno nada tiene que ver al respecto.
¿Qué otra cosa, además de insultar, puede presumir el presidente?