Las y los ciudadanos suelen sentirse decepcionados de las y los políticos, especialmente conforme avanza el ejercicio de su mandato. A tal grado, que incluso en los niveles más elementales, para referirse a políticos en funciones se escuchan expresiones como: “ya se le subió” o “se subió a su tabique”, como una manera de evidenciar que esa persona no escucha como antes, cuando estaba en campaña. Ante esas actitudes, es interesante referirnos a la salud mental de quienes gobiernan y cómo les afecta el ejercicio del poder. Porque, independientemente de la salud física de nuestros gobernantes, que muchas veces ocultan, por sus actos llegamos a darnos cuenta de diversas actitudes como egocentrismo y narcisismo, el hecho de no soportar la crítica o no aceptar opiniones que no concuerdan con sus pensamientos.
Para investigar cómo afecta el poder a las personas y establecer una línea de separación entre el bien y el mal, el Dr. Philip Zimbardo, de la Universidad de Stanford, realizó un experimento social que tenía la intensión de observar si una buena persona podría cambiar su forma de ser según el entorno en que estuviese inmerso. El Dr. Zimbardo reclutó a 24 jóvenes a quienes entregó 15 dólares diarios por estar en una prisión simulada. La gran mayoría de ellos eran blancos de clase media. Aleatoriamente se les asignó ser prisionero o guardián. Los jóvenes regresaron a sus casas y, acto seguido, policías verdaderos (que participaron en la investigación y eran parte del departamento de psicología debidamente capacitados para el experimento) se presentaron en las casas, de quienes tenían el papel de prisioneros, acusándolos de robo, los esposaron y llevaron a la comisaría que también fue adecuada para el experimento. Allí fueron desnudados, inspeccionados, despiojados y desinfectados. Al poco tiempo de estar recluidos, se empezaron a aplicar, por parte de quienes tenían el papel de guardias, técnicas de tortura como interrumpir el sueño, mostrar aires de superioridad y maltratar a los presos. Las conclusiones resultaron por demás interesantes. ¿Qué factores hacían que las personas se corrompieran y actuasen con maldad? Las respuestas tienen que ver con el poder que se les otorgaba a los guardias.
David Owen en su libro “En el poder y en la enfermedad” comparte su opinión de que el deber del político es intervenir sólo cuando hay probabilidades de que mejore el status quo y debe resistir la tentación de actuar en todo momento. A Lord Acton se le atribuye la frase “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Y Bárbara Tuchman dice que quienes aspiran a ejercer el poder deben tener genes de locura, el poder de mando a menudo impide pensar, la responsabilidad en el ejercicio del poder se desvanece proporcionalmente a su aumento.
La palabra hubris o Hybris de origen griego, significa orgullo, presunción o arrogancia, este fenómeno está presente en el mundo real y no es exclusivo de los políticos, también se suele presentarse en militares, grandes empresarios y hasta directivos tanto de instituciones públicas como en la iniciativa privada. El síndrome de hubris es un trastorno que se caracteriza por un ego desmedido, un enfoque personal exagerado, aparición de excentricidades y desprecio hacia las opiniones de los demás. ¿A usted le suena que esta descripción coincide con algún político popular de la actualidad?
En una democracia el poder debe estar para servir a la gente. Los gobernantes deben saber que el poder está prestado y que les será retirado al cumplir el periodo legal. Los médicos suelen referirse a la conducta psicópata como un trastorno de la personalidad, junto a la megalomanía y los delirios de grandeza. Lamentablemente, es difícil que los diagnostiquen con acierto en quienes lo padecen.
En cuanto al síndrome de hubris, Owen enlista los síntomas. Aquí anoto los que considero más importantes para el caso de los políticos:
- Inclinación al narcisismo.
- Acciones para ser ellos el centro de luz que ilumine a los demás.
- Preocupación por su imagen y su presentación (incluye parecer desalineado, y utilizar disfraces para parecer popular).
- Forma mesiánica de hablar y con tendencia a la exaltación.
- Identificación de sí mismos como el Estado.
- Tendencia a hablar en tercera persona (impersonal) o en primera persona del plural (nosotros) y no en primera persona (yo).
- Excesiva confianza a su propio juicio y desprecio de consejo y crítica ajenos.
- Exagerada creencia en lo que pueden conseguir por ellos mismos, omnipotencia.
- Creen que no responden a un tribunal terrestre, al juicio de sus contemporáneos, sino al de Dios o de la Historia.
- En los tribunales que consideran válidos serán justificados.
- Inquietud, irreflexión e impulsividad.
- Pérdida del contacto con la realidad hasta el aislamiento paulatino.
- Permitir que su “visión amplia” haga innecesario considerar aspectos como la inviabilidad de sus proyectos y obtener resultados no deseados.
- No se toman la molestia de verificar aspectos prácticos con la directriz política en cuestiones complejas por lo que cometen errores en la toma de decisiones.
Dice el autor que basta con tener cinco de esas características para calificar en el padecimiento de este síndrome.
¿Cuántos políticos que conocen tienen al menos cinco de estos problemas? La parte fundamental es que hay solución. Primero, en contra de la conseja que se ha popularizado, no todos son iguales, y segundo el antídoto es la humildad y ser conscientes de nuestras limitaciones. En la antigua Roma a los guerreros victoriosos se les daba una hoja de laurel y un esclavo cuya misión era repetirle siempre “recuerda que eres mortal”. En el caso de la iglesia católica en la ceremonia de coronación de nuevos papas, un monje interrumpe con una rama de lino ardiendo y al consumirse dice: Sancte Pater, sic transit gloria mundi (Santo Padre, así pasa la gloria del mundo), para recordarle que, a pesar de su poder, no deja de ser un mortal. Y lo más importante, el síndrome desaparece cuando se termina el poder. Hoy la misión básica que tenemos como ciudadanas y ciudadanos es hacerle ver a nuestros gobernantes que el cargo es prestado (por nosotros) y podemos retirárselo. Asumir nuestra responsabilidad pública y exigir a las y los políticos que ejerzan el poder con humildad en su encomienda pública es la tarea que tenemos pendiente para lograr una mejor sociedad y un mejor país. Eso sí cambiará nuestras posibilidades de ser un mejor país.
*El autor es Maestro en Administración Pública y Política Pública por ITESM y Máster en Comunicación y Marketing Político por la UNIR.