El 25 de noviembre no es una fecha cualquiera. Es un recordatorio encarnado en luto y rabia, una cita que exige memoria activa y acción contundente. Es el día en que el silencio no es opción, porque guarda entre sus ecos los nombres de miles de mujeres arrancadas de la vida por la violencia. Es el día en que el grito de quienes ya no están debe resonar en las calles, en las leyes y, sobre todo, en las conciencias de quienes gobiernan.
En un país como México, donde cada día 10 mujeres son asesinadas, hablar de la violencia de género no es un acto de retórica: es una urgencia política y social. Sin embargo, el sistema parece siempre encontrar una forma de minimizar, dilatar o invisibilizar el problema. Se multiplican las fiscalías especializadas, los discursos oportunistas y las campañas de ocasión, pero no se multiplican ni los refugios ni la justicia.
La violencia contra las mujeres no es un accidente ni un tema privado: es un fenómeno estructural que se alimenta de un entramado de impunidad, desigualdad y cultura machista. Cada mujer que es asesinada, desaparecida o violentada es una herida en el tejido de nuestra democracia. Porque no hay justicia verdadera en una sociedad donde el cuerpo de la mitad de su población se convierte en territorio de guerra.
El 25 de noviembre exige algo más que minutos de silencio o hashtags vacíos. Nos llama a exigir respuestas claras: ¿Dónde están las políticas públicas integrales que enfrenten la violencia desde su raíz? ¿Dónde están los presupuestos suficientes para proteger a las mujeres y garantizar su autonomía? ¿Dónde están las reformas judiciales que hagan de la justicia una realidad y no una promesa hueca?
Pero también exige incomodar. Porque la incomodidad es el primer paso hacia el cambio. Incomodar a quienes justifican la violencia. Incomodar a quienes priorizan cálculos políticos sobre vidas humanas. Incomodar a una sociedad que todavía mira hacia otro lado cuando el feminicidio golpea a una más.
El feminicidio, la forma más brutal de violencia de género, es la expresión extrema de un sistema que sigue viendo a las mujeres como ciudadanas de segunda. Pero detrás de cada cifra hay un rostro, una historia, una ausencia que no debería estar ahí.
Este 25 de noviembre, las calles volvieron a teñirse de morado. Las consignas de las mujeres que marchan no son solo gritos de protesta: son demandas de vida, dignidad y justicia. Porque ellas, las que marchan, son las portavoces de quienes ya no pueden hablar.
A quienes gobiernan, legislan o deciden: su silencio las mata y la displicencia también. Su indiferencia perpetúa la impunidad. Sus promesas incumplidas son una burla para las familias que aún buscan a sus hijas, madres y hermanas.
Que este 25 de noviembre no sea solo un día de reflexión, sino un llamado al compromiso político. Que las palabras se traduzcan en acciones reales y que cada grito en las calles sea un recordatorio de que no hay marcha atrás. Porque el grito de quienes ya no están también es un llamado para quienes todavía podemos luchar.
La violencia de género no es un destino inevitable. Es una construcción que podemos y debemos desmantelar. El cambio empieza hoy, pero solo será real si logramos que, mañana, ninguna mujer tenga que alzar la voz para defender su derecho a vivir