En el vasto y complejo panorama de la violencia de género, la violencia vicaria emerge como una de las formas más crueles y menos reconocidas, un acto de poder que desgarra los lazos más profundos de la humanidad: los vínculos entre madre e hijos. En el Estado de México, una entidad marcada por la lucha constante contra la desigualdad y la violencia estructural, este tipo de agresión representa un desafío legal, social y cultural que no podemos permitirnos ignorar.
Definir la violencia vicaria es una tarea ardua, pues encierra matices que trascienden los límites del lenguaje. En términos generales, se refiere a la violencia ejercida por un hombre, de manera directa o indirecta, a través de los hijos e hijas, con el objetivo consciente de infligir un daño emocional a la madre. Este daño no es un accidente ni una consecuencia colateral; es premeditado, meticulosamente calculado para herir en el núcleo más vulnerable: el amor maternal.
Pero la violencia vicaria no solo lastima a las mujeres; es también una forma de maltrato infantil. Los hijos, convertidos en herramientas de venganza, sufren el impacto psicológico de ser manipulados, utilizados y, en los casos más extremos, eliminados para causar un dolor irreparable. La dimensión de esta violencia es tan profunda que no solo afecta a las víctimas directas, sino que perpetúa un ciclo intergeneracional de trauma y sufrimiento.
Uno de los mayores desafíos para combatir la violencia vicaria es su invisibilidad. Muchas de sus manifestaciones han sido históricamente normalizadas y, en ocasiones, incluso romantizadas. Frases como “lo hace por amor a sus hijos” o “quiere ser un buen padre” enmascaran comportamientos que, lejos de ser protectores, son manipuladores y dañinos.
Este tipo de violencia encuentra terreno fértil en un contexto cultural que perpetúa la desigualdad de género. En el Estado de México, una región con altos índices de violencia doméstica, la violencia vicaria suele pasar desapercibida entre las múltiples formas de agresión que enfrentan las mujeres. La falta de sensibilización, junto con la escasa capacitación de autoridades y organismos competentes, dificulta su identificación y sanción.
En enero de este año, a nivel nacional se dio un paso importante al incluir la figura de “violencia a través de interpósita persona” en la legislación. Este reconocimiento es un avance significativo, pero insuficiente. La ley contempla actos u omisiones que buscan dañar a las mujeres utilizando a sus hijos, familiares o personas cercanas. Sin embargo, la tipificación no aborda de manera integral las particularidades de la violencia vicaria, dejando vacíos legales y operativos que dificultan su aplicación efectiva.
Para muchas víctimas, la justicia sigue siendo una promesa incumplida. El acceso a mecanismos de protección, acompañamiento psicológico y reparación del daño es limitado, y las respuestas institucionales suelen ser tardías o inadecuadas. Esta realidad contrasta con el mandato constitucional de garantizar una vida libre de violencia para todas las personas, especialmente para mujeres y niñas.
La violencia vicaria es un problema multifactorial que requiere un enfoque interdisciplinario y colectivo. No basta con legislar; es necesario transformar las estructuras sociales que perpetúan esta forma de agresión. La educación juega un papel fundamental en este proceso. Es imperativo enseñar desde edades tempranas la importancia del respeto, la empatía y la igualdad de género, desmontando los mitos que romantizan o justifican la violencia.
Además, como sociedad, debemos asumir nuestra responsabilidad. Escuchar y creer a las mujeres que denuncian, brindarles apoyo emocional y legal, y reforzar las redes familiares e institucionales son acciones esenciales para combatir este fenómeno. Cada persona, desde su ámbito de influencia, puede contribuir a generar espacios seguros y a construir una cultura de no tolerancia hacia la violencia.
Las estadísticas son frías, pero el dolor que representan es devastador. Aunque la violencia vicaria no siempre se registra explícitamente, los casos documentados reflejan una realidad alarmante: el uso de los hijos como armas para lastimar a sus madres es más común de lo que imaginamos. Las consecuencias son profundas y duraderas, afectando no solo a las mujeres, sino también al desarrollo emocional y psicológico de los menores involucrados.
El grado extremo de esta violencia, en el que se quita la vida a los hijos para infligir un daño irreversible a la madre, es quizás su forma más brutal. Estos actos, que desafían nuestra comprensión de la humanidad, son un recordatorio urgente de la necesidad de visibilizar, sancionar y prevenir la violencia vicaria.
No podemos permitir que la violencia vicaria siga siendo un grito silenciado. Hablar de ella no es solo un acto de denuncia, sino también de resistencia y esperanza. Cada día es una oportunidad para sensibilizar, educar y transformar. Porque mientras una sola mujer o un solo niño sufra esta forma de violencia, todos estamos fallando como sociedad.
En el Estado de México, y en todo el país, debemos trabajar unidos para erradicar esta violencia invisible. Es hora de que las instituciones cumplan su deber, que las leyes reflejen la realidad de las víctimas y que la sociedad deje de ser cómplice con su silencio.
Hoy, más que nunca, es momento de escuchar, de actuar y de construir un futuro donde la violencia vicaria no tenga cabida. Porque el amor, en todas sus formas, nunca debe ser usado como arma. La indiferencia es el peor cómplice de la injusticia.