En distintos momentos de mi vida, he tenido la oportunidad de convivir con personas que enfrentan alguna discapacidad. En la mayoría de los casos, estas condiciones no fueron parte de su nacimiento; un accidente o enfermedades crónico-degenerativas les llevaron a perder capacidades auditivas, visuales o alguna extremidad. En dos casos, incluso afrontaron múltiples discapacidades, lo que evidenció aún más las complejidades de adaptarse a un entorno que, con demasiada frecuencia, no está diseñado para incluirlos plenamente.
Estas experiencias me han permitido observar de cerca las barreras sociales y físicas que las personas con discapacidad enfrentan diariamente. Estas barreras van mucho más allá de las limitaciones individuales; son un reflejo de una sociedad que, en muchos aspectos, carece de la infraestructura, sensibilidad y políticas necesarias para garantizar la inclusión plena.
Por ejemplo, las rampas demasiado inclinadas, lejos de ser una solución, se convierten en trampas peligrosas, imposibilitando que alguien en silla de ruedas las utilice sin ayuda y exponiéndolos a accidentes. Las banquetas con adoquines irregulares, postes, árboles u otros obstáculos representan un desafío insuperable tanto para quienes usan sillas de ruedas como para personas ciegas que dependen de un camino despejado y seguro.
A esto se suma la falta de sanitarios accesibles. Muchos baños públicos no cuentan con adaptaciones adecuadas, obligando a las personas con discapacidad a usar baños generales acompañados por sus parejas o cuidadores. Esto, a menudo, genera incomodidad y juicios debido a las restricciones de género, un problema que podría resolverse con un diseño más inclusivo y universal.
Además, no es raro encontrar lugares de estacionamiento reservados para personas con discapacidad ocupados por quienes no los necesitan, rampas bloqueadas por vehículos o vendedores ambulantes, y mobiliario urbano que obstaculiza el tránsito. En más de una ocasión, he acompañado a alguien en silla de ruedas por los carriles de autos frente a Bellas Artes o el Instituto Nacional de Rehabilitación. ¿Por qué? Porque las banquetas estaban invadidas por comercio informal o manifestaciones, obligándolos a desplazarse por el tráfico vehicular y exponiéndose a riesgos innecesarios.
A lo largo de estas vivencias, he llegado a comprender algo esencial: no se "padece" ni se "sufre" de discapacidad, porque no es una enfermedad, sino una condición con la que se vive. Por lo tanto, la verdadera discapacidad no reside en las personas, sino en los entornos que no responden a sus necesidades. Con los ajustes adecuados, las personas con discapacidad pueden desenvolverse en igualdad de condiciones y demostrar todo su potencial.
Ejemplos de ello abundan en la historia: Beethoven, quien compuso algunas de las piezas más importantes de la música clásica pese a su sordera; Thomas Edison, quien revolucionó el mundo con sus inventos pese a dificultades auditivas; Stephen Hawking, que transformó nuestra comprensión del universo desde su parálisis casi total; John Nash, Helen Keller y Frida Kahlo, cuyas vidas y logros nos recuerdan que las limitaciones físicas o sensoriales no son barreras para la grandeza.
Recientemente, vi un video de Constanza Orbaiz, una psicopedagoga argentina con parálisis cerebral, que me dejó reflexionando profundamente. En sus propias palabras: "Las personas con discapacidad no somos especiales, especiales son las pizzas. No tenemos capacidades diferentes; capacidades diferentes tiene un vaso o un balde. No somos angelitos, somos personas."
Su mensaje es claro y poderoso: las personas con discapacidad no necesitan etiquetas que las idealicen o las aparten, sino un reconocimiento como personas con derechos, talentos y desafíos, al igual que cualquier otra. Este reconocimiento comienza con algo tan básico, pero fundamental, como el lenguaje que usamos para referirnos a ellas.
En esta línea, el diccionario ¿Cómo se dice? De la A a la Z, una guía para reportar, escribir o contar historias sobre discapacidad, resulta invaluable. Como señala Mónica Aspe en el prólogo: "Las palabras son poderosas porque construyen el mundo al describirlo. Elegir las palabras que utilizamos es nuestra responsabilidad, pues, al hacerlo, ejercemos el poder de construir realidades que incluyen o que excluyen. Las palabras tienen consecuencias reales: algunas silencian, infantilizan y reducen, mientras que otras visibilizan, reconocen y dignifican."
La forma en que describimos el mundo puede transformarlo. Al elegir nuestras palabras y acciones con mayor conciencia, podemos comenzar a derribar barreras, visibilizar realidades y construir una sociedad verdaderamente inclusiva, donde todas las personas, sin importar sus condiciones, puedan desarrollar plenamente su potencial y vivir con dignidad.
También podemos contribuir respetando y fomentando el respeto por las rampas y los lugares de estacionamiento designados para personas con discapacidad. Estas acciones, aunque puedan parecer pequeñas, tienen un impacto profundo en su calidad de vida y en su capacidad para desenvolverse de manera autónoma. Es importante recordar que estas adaptaciones no son un privilegio, sino una necesidad fundamental que garantiza su derecho a participar plenamente en la sociedad.
Nuestro compromiso debe ir más allá del respeto básico: podemos reflexionar y actuar en torno a cómo mejorar el entorno que los rodea. Esto incluye visibilizar los problemas de accesibilidad, promover soluciones prácticas y participar activamente en la construcción de un entorno más inclusivo. Cada paso, por pequeño que parezca, contribuye a derribar barreras y a crear un mundo más accesible para todos.
Hagamos nuestra parte. Construyamos colectivamente un espacio en el que la inclusión no sea una excepción, sino una norma, y donde cada persona tenga la oportunidad de convivir y participar plenamente, sin importar sus condiciones.