Mafalda, 61 años de preguntas incómodas y verdades necesarias
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Mafalda, 61 años de preguntas incómodas y verdades necesarias

Miércoles, 01 Octubre 2025 00:00 Escrito por 
Inventario Inventario Jorge Olvera García

Hay personajes que envejecen con nosotros, y hay otros que parecen adelantarse a la historia para recordarnos lo que hemos olvidado. Mafalda pertenece a esa segunda categoría. A 61 años de su aparición, sigue siendo una niña que incomoda, que provoca, que abre grietas en los discursos acomodados. Su creador, Quino, supo condensar en una figura pequeña, con moño y mirada atenta, la conciencia crítica de toda una generación —y de las que vinieron después.

Mafalda nunca aceptó las cosas “porque sí”. Preguntaba lo que los adultos preferían callar, señalaba lo absurdo de las costumbres, la fragilidad de las instituciones, el cinismo de la política y la injusticia del mundo.

Esa capacidad de mirar más allá de lo inmediato convirtió a Mafalda en una especie de conciencia social anticipada. No era solo una niña hablando desde la ingenuidad; era una voz lúcida que revelaba lo que los adultos callaban por miedo o conveniencia. En su aparente fragilidad residía una fuerza descomunal: la fuerza de la verdad sin disfraces, de la mirada limpia que desarma al poder y exhibe sus contradicciones.

Resulta llamativo que, seis décadas después, las preguntas de Mafalda no hayan perdido vigencia. La misma desconfianza hacia la política, la misma preocupación por la paz, la misma incomodidad frente a un mundo desigual siguen presentes hoy. Es como si el tiempo hubiera confirmado sus advertencias y, en lugar de avanzar hacia soluciones, hubiéramos perfeccionado las evasivas. Mafalda nos interpela porque habla desde un presente que se resiste a ser pasado.

Quizá esa sea la razón por la que generaciones enteras han encontrado en ella un refugio y un desafío a la vez. Leer a Mafalda no es un ejercicio nostálgico, sino un recordatorio incómodo de que aún tenemos cuentas pendientes con la justicia, la equidad y la coherencia. Su legado no es solo cultural: es profundamente ético. Y en tiempos de incertidumbre, esa ética sencilla, nacida de la voz de una niña, se vuelve más necesaria que nunca.

Mientras sus amigos jugaban con soldaditos o soñaban con ser millonarios, ella cargaba con el peso de la paz mundial, con la preocupación por la sopa que simbolizaba la imposición arbitraria de lo inevitable, con la indignación frente a guerras lejanas que, sin embargo, afectaban a todos.

Ese es su poder: hablaba —y habla— con la sencillez de lo obvio, pero con la profundidad de lo verdadero. En un planeta saturado de discursos vacíos, de líderes que esconden sus fracasos detrás de cifras y de eslóganes, Mafalda nos recuerda que a veces basta la voz de un niño para desmontar un sistema entero.

Su irreverencia nunca fue un acto de rebeldía estéril, sino un ejercicio de conciencia. Mafalda entendió —mejor que muchos adultos— que la ironía podía ser más efectiva que los discursos interminables, que una pregunta directa podía desarmar a un presidente, a un burócrata o a un padre de familia. Ahí radica su genialidad: en desnudar la contradicción con una sonrisa a medias, en interpelar sin necesidad de gritar.

En esa claridad infantil se esconde una lección profunda: la verdad suele estar en lo evidente, pero los adultos nos hemos especializado en disimularla, adornarla o negarla. Mafalda nos recuerda que detrás de cada “así son las cosas” late una estructura injusta que puede y debe ser cuestionada. Su voz nos dice que el conformismo es una forma de rendición y que las grandes transformaciones comienzan con la osadía de preguntar lo que nadie quiere responder.

Por eso, aunque nació en las páginas de una historieta, trascendió el papel para instalarse en la memoria colectiva. Mafalda sigue siendo un faro ético en medio de un mundo confundido por la desinformación y el ruido. Es la conciencia incómoda que obliga a repensar lo establecido, a imaginar alternativas, a no aceptar que la injusticia es el destino. Su permanencia es un recordatorio de que la niñez, con su mirada limpia, puede ser la brújula que los adultos hemos extraviado.

Su vigencia radica en que el mundo que criticaba en los años sesenta no ha cambiado tanto como quisiéramos: seguimos discutiendo sobre desigualdad, sobre guerras, sobre derechos humanos, sobre el papel de las mujeres, sobre la necesidad de cuidar un planeta enfermo. El paso del tiempo no ha silenciado sus preguntas: más bien, las ha amplificado.

Quizá por eso, Mafalda no es solo un personaje de historieta: es un espejo incómodo. Nos enfrenta a la incoherencia de los adultos que fuimos, que somos, que seremos. Y en esa incomodidad está su grandeza: nos obliga a pensar, a incomodarnos, a no aceptar la sopa de la injusticia.

A 61 años, Mafalda no envejece; al contrario, rejuvenece nuestras conciencias. Porque mientras sigamos necesitando que una niña dibujada nos recuerde lo que está mal en el mundo, significará que todavía no hemos aprendido lo suficiente.

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