Soy parte de una generación en la cual crecer, casarse y tener hijos empezó a dejar de ser “lo más natural”. Una generación en la cual esa cadena ininterrumpida de causa-efecto derivada del vínculo hombre-mujer empezó a cuestionarse poco a poco y cada vez más.
Me refiero concretamente a los rituales previos al matrimonio. Pero al matrimonio “como Dios manda”; es decir, el noviazgo, el pedimento de mano, el anillo, la ceremonia religiosa, el contrato civil; a todo lo cual le seguía el ritual de los hijos y así sucesivamente, en ese estricto orden. Todo ese ciclo empezó a tener cada vez más variaciones, sobre todo en ciertos sectores de la población que empezaron a asumir que la “realización” de las personas no correspondía –en todos los casos– a esa visión determinista. De alguna manera, parte de los efectos de la revolución femenina nos empezaron a alcanzar.
Es quizá por ello que el día de hoy –en pleno siglo XXI– el llamado a una boda resulta un verdadero acontecimiento. Una ceremonia que, en este contexto, nace más de una decisión que de una obligación. Para la ceremonia religiosa ya en muchos lugares no se leen amonestaciones, ni se colocan las fotografías de los novios en la Iglesia para conocer si existe algún “impedimento”. El responsable del registro civil tampoco lee la Epístola de Melchor Ocampo, se limita más bien a formalizar ante los presentes una decisión que ha sido tomada tiempo atrás.
Como en todo ritual, nunca pueden faltar las emociones a flor de piel, como tampoco las anécdotas relatadas por los invitados: como aquella historia en la cual la novia se percató –justo cuando llegaba a la Iglesia– que llevaba pantuflas en lugar de zapatos, y que decidió regresar a casa sin posibilidad de avisarle al novio lo ocurrido, dejando a éste en plena incertidumbre.
O la historia de aquellos novios que chocaron en contra de una patrulla unas horas antes de la boda, pero que se salvaron de ir al ministerio público [porque México], gracias a la invitación y el vestido de novia que llevaban como prueba fehaciente de su compromiso. No faltó la anécdota de aquellos novios que olvidaron programar el auto que llevaría a la novia a la Iglesia.
Se sumaron aquellas historias acerca de uniones memorables de amor a primera vista, las cuales desafiaron las buenas conciencias y hasta los pronósticos de sobrevivencia bajo la hipótesis de que “apenas si se conocían” y, sin embargo, hoy siguen siendo un referente de estabilidad. El silencio incómodo cuando alguno recordó aquellos que se casaron sin tener como referencia el amor, el deseo y la pasión, o que permanecen “unidos”, en la ausencia de todo lo anterior.
Y, pese a todo, aún existen personas que –incluso en los momentos más aciagos– optan por sellar su compromiso en el marco de una ceremonia civil y/o religiosa. Personas que sustentan su relación en la belleza del amor, el deseo y la pasión, vínculos que se sustentan en la confianza mutua, en la fortaleza de sus decisiones y en la libertad de sus emociones. Y eso es, justamente, lo que es destacable la decisión de organizar una ceremonia –con fiesta incluida– para compartir con los suyos esos momentos de felicidad.
Belleza que, inevitablemente, contrasta con la resistencia de amplios grupos que aún se niegan a aceptar la diversidad sexual, y de quienes se niegan a “desnormalizar” las violencias sutiles y directas.
Hago votos porque seamos capaces de comprender que la belleza de una unión radica en la diferencia de quienes deciden que, unidos, se otorgan sentido. La diferencia de caracteres, opiniones, formas de sentir y de pensar no debe ser causante de conflicto ni entre una pareja, ni entre una comunidad.