Margaret Thatcher, Hillary Clinton, Angela Merkel, Michell Bachelet, Cristina Fernández, Dilma Rousseff, Theresa May.
Cuando pienso en la participación política de las mujeres en el mundo son estos los nombres que me vienen a la mente. Un puñado tan solo. También me viene a la mente que, en América Latina, actualmente no hay ninguna primer mandataria mujer.
En México, lamentablemente, se repite este patrón: no se completan los dedos de las manos para contar a las mujeres que han estado al frente de alguna gubernatura: Griselda Álvarez (Colima), Beatriz Paredes (Tlaxcala), Rosa María Sauri (Yucatán), Rosario Robles (CDMX), Amalia García (Zacatecas), Ivonne Ortega (Yucatán), Claudia Pavlovich (Sonora), Claudia Sheinbaum (CDMX) y Martha Erika Alonso (Puebla).
Y si bien legalmente México ha avanzado mucho en temas relacionados con derechos de participación política de las mujeres, la lucha que inició Hermila Galindo frente al Congreso Constituyente de 1917 –y más tarde el Frente Único Pro Derechos de la Mujer (FUPDM)– cobró sus primeros resultados hasta 1947, cuando se reformó el artículo 115 constitucional para reconocer el derecho de las mujeres para votar (solo en elecciones municipales).
No fue sino hasta 1953 que esta lucha llegó la cúspide gracias a la aprobación de la reforma al artículo 34 de la Carta Magna, mediante el cual las mujeres lograron adquirir la ciudadanía y, con ello, el derecho al Sufragio Federal.
Ya en 1996 –a través del Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (COFIPE)– se estableció el sistema de cuotas, a través del cual los partidos políticos están impedidos de postular a más de 70% de hombres en sus candidaturas.
Sí, la lucha ha sido ardua y el trato indigno. El Constituyente de 1917 no consideró que –desde principios de siglo XX– la mujer se hubiera ya incorporado al trabajo fabril, tampoco que hubiesen desfilado por los campos de batalla durante la Revolución Mexicana como protagonistas; a cambio, argumentó que el sector femenil no había desarrollado una conciencia política como para poder dar un paso fuera de la cocina. A las mujeres que se atrevieron ir a votar se les calificó de revoltosas y sus votos fueron anulados; Lázaro Cárdenas –en pleno proceso de modernización– no pudo convencer al Senado de que las mujeres estaban capacitadas para participar en la vida pública. En 1953 se concedió a la mujer mexicana el derecho a votar y ser votadas en cargos de elección popular.
Hoy, en pleno siglo XXI, la mujer continúa relegada de los puestos importantes de toma de decisiones. De ahí la importancia del dictamen que hace unos días aprobó por unanimidad el Senado Mexicano, para garantizar la paridad en la participación política de las mujeres. Un día histórico, sin duda, aunque conscientes de que la ley por sí sola no garantiza la participación.
Aún falta mucho por hacer y decir respecto a la participación política de las mujeres; está claro que aún prevalece una importante subrepresentación de un sector de la población en la vida política. En el juego político y en la toma de acuerdos, las mujeres sufren más cuestionamientos y obstáculos en el ejercicio del poder.
Hay muchos desafíos por delante:
El primero, y quizá el más complicado, es hacer de la equidad de género antes que un requisito jurídico, una práctica permanente. Para ello, los ciudadanos y gobernantes debemos estar convencidos de que la igualdad de oportunidades no es una concesión, sino la materialización de un derecho fundamental.
El segundo gran desafío es lograr crear una nueva cultura política, que nos permita contar con una ciudadanía cada vez más enterada y, por ende, más exigente acerca de la acción gubernamental y de la importancia de la participación política de todos los sectores en igualdad de circunstancias. Existe la norma, pero sino tenemos un público reflexivo y activo, difícilmente podremos avanzar hacia su aplicación.
El tercero y más importante de estos desafíos es la voluntad política para hacer de la equidad de género un ejercicio corresponsable entre gobernantes y gobernados; que nos permita elevar la calidad de nuestra democracia. Sin voluntad política, difícilmente podremos frenar a quienes todavía piensan que la equidad es una concesión.