Las cúpulas económicas y políticas de países de América Latina de ideologías aparentemente opuestas, así como sus intelectuales orgánicos, parecen no dimensionar la situación que prevalece entre los ciudadanos.
Pero desde enero pasado, los estudios de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), ofrecieron el duro y crudo panorama: la tasa general de pobreza (medida por ingresos) se mantuvo estable en 2017 en América Latina, después de los aumentos registrados en 2015 y 2016, pero la proporción de personas en situación de pobreza extrema continuó creciendo, siguiendo la tendencia observada desde el año 2015.
De acuerdo con el informe, en 2017 el número de personas en pobreza llegó a 184 millones (30.2 por ciento de la población), de las cuales 62 millones se encontraban en la extrema pobreza (10.2 por ciento de la población, el porcentaje más alto desde 2008, cuando estalló la crisis de las hipotecas Subprime en Estados Unidos y puso a bailar a todo el mundo).
La Cepal proyectó que en 2018 la pobreza bajaría a 29.6 por ciento de la población, algo así como 182 millones de personas (dos millones menos que en 2017), mientras que la tasa de pobreza extrema se mantendría en 10.2 por ciento , es decir, 63 millones de personas (un millón más que en 2017), lo cual constituye un marcado retroceso.
Entre las razones de todo esto está que cerca de 40 por ciento de la población ocupada en América Latina recibe ingresos laborales inferiores al salario mínimo establecido por su país. La proporción es mucho más elevada entre las mujeres (48.7 por ciento) y los jóvenes de 15 a 24 años (55. 9 por ciento). Entre las mujeres jóvenes esa cifra alcanza a 60. 3 por ciento.
Aunque todos los reportes lo pretenden matizar, en el fondo está el recrudecimiento de la desigualdad, mientras el célebre “1 por ciento”, cúpulas de inversionistas y políticos, alimentan un capitalismo ya de por sí exaltado, más propenso al rentismo especulador que a la inversión productiva y la consecuente generación de empleos bien remunerados.
Lo que hoy se está viendo en varios país de América Latina, como Chile, Ecuador, Haití, Venezuela, etc., obedece justamente a partidarios de esquemas que se resisten a cualquier modificación de sus doctrinas políticas y económicas, ya de derecha o de presunta izquierda, llevadas al extremo, sin ningún intento de moderación.
Aunque Venezuela es caso aparte por la codicia que despiertan sus reservas petroleras por más de 300 años y su oro, es evidente que lo que se ha pretendido salvar es la piel de una cúpula gobernante, nunca dispuesta a defender a los suyos y a mejorar sus condiciones, sino a utilizarlos como carnada de un censurable festín.
En las condiciones actuales, donde es obvio que nuestro oasis no canta mal las rancheras, es imposible no salir a incendiar las calles, tomarlas y reclamar.
Quienes se preguntan por qué millones han salido a las calles a protestar, a exigir un cambio y mejoras sustanciales en sus vidas, siguen apelando, desde la comodidad de los escritorios, a extremidades ficticias y a enunciados fundamentalistas que ya probaron nuevamente que son sólo metáforas felices, cargadas de infelicidad para millones.
Imposible refutar que el denominador común está en las expectativas frustradas, “exacerbando una enorme furia” entre sociedades desesperadas, con hombres y mujeres jóvenes en cuyo horizonte sólo se ha trazado un futuro más desigual, sin oportunidades.
Desde la Roma Imperial se tienen noticias de que generalmente las explosiones de resentimiento no suelen ser instantáneas, pero cuando se producen son especialmente salvajes. Pero eso no está en los cálculos de los neoliberales.