Al cumplir un año como titular del Poder Ejecutivo Federal, Andrés Manuel López Obrador demandó un año más para lograr lo que él ha denominado como “Cuarta Transformación”.
“Lo que más deseo con toda mi alma es que para entonces, en un año más, vivamos en una sociedad mejor, más libre, justa, próspera, democrática, pacífica y, sobre todo, fraterna”, dijo frente a miles de simpatizantes, y aseguró que los cambios emprendidos garantizarán la transformación del país, a grado tal que “cuando cumplamos dos años de acciones los conservadores ya no podrán revertirlos”.
“Para no ser tan tajante, tendrían que esforzarse muchísimo y pasar mucha vergüenza para retroceder a los tiempos aciagos de la corrupción, de los contratos leoninos, de los fraudes electorales, del racismo, del desprecio a los pobres, del mátenlos en caliente”, refirió.
Luego apeló a uno de sus personajes favoritos: “¿Qué decía (Benito) Juárez, entre otras cosas, en circunstancias como ésta, cuando se estaba llevando a cabo la segunda transformación, la época de la Reforma, momentos mucho más difíciles que los que estamos viviendo? Decía Juárez: ‘El triunfo de la reacción es moralmente imposible’.”
Y sostuvo que al final del año próximo estarán sentadas las bases para la “construcción de una patria nueva” y que será “prácticamente imposible regresar a la época de oprobio que significó el periodo neoliberal o neoporfirista”.
Todo esto desde luego fue música para los oídos de sus simpatizantes y una mala sinfonía para sus detractores, pero hasta ahora no se ve cómo hará para resolver, por ejemplo, dos de los fenómenos más sentidos entre los ciudadanos: la economía y la inseguridad acompañada de una sanguinaria violencia.
En ambos casos el gobierno federal está sentado sobre un barril de pólvora y el plazo que demandó no parece ser suficiente para modificar en forma sustancial el estado de cosas, aunque tiene la ventaja de una clara mayoría en el Congreso de la Unión y el dominio de la mayor parte de los Congresos locales, estando en condiciones de llevar a cabos los cambios Constitucionales que requiere el país y extender, no sólo pregonar, el respectivo certificado de defunción del neoliberalismo.
Ciertamente no es ni será fácil desmontar todo lo hecho durante la etapa del Ogro Salvaje, esa que comprende los seis sexenios que van de 1982 al 2018, es decir, 36 años de recetas, “reformas”, embustes y abiertas estafas a los que se debe colgar el oprobioso trofeo de la desigualdad y por el otro el agandalle de la riquezas nacional.
Por no dejar, hay que decir que con la tramposa propaganda que pretende simular la situación, se ha llamado al citado el período de las “décadas perdidas”, pero en realidad han sido “décadas de saqueo” escandaloso, generalmente impune, con delincuentes de cuello blanco saboreando el botín, y todo en nombre de futuros promisorios que nunca llegaron y que en tales condiciones nunca iban a llegar.
El caso de Petróleos Mexicanos (Pemex) ejemplifica esa faceta neoliberal rapiñera de diseñar y ejecutar políticas depredadoras de los bienes nacionales, llevándolos al punto del colapso para forzar la entrega a manos privadas. De manera simultánea a su destrucción, se elaboraron las “reformas estructurales” para ese propósito.
Una empresa que aportaba en forma importante a las reservas internacionales hoy tiene que ser subsidiado por éstas. El saqueo fue brutal. Enderezar la nave y echarla a andar no es imposible, pero al acoso de monopolistas locales y extranjeros que ven cómo se les puede ir la “Joya de la Corona Neoliberal”, hay que sumar el daño ocasionado por el pillaje perpetrado. Y eso no se va a arreglar en un año.
Menos todo el andamiaje legal construido alrededor de una doctrina capitalista que ha privilegiado la concentración de la riqueza, la acumulación por la acumulación y que ha convertido a la nación en un paraíso de especuladores y fulleros casabolseros y financieros.
En cuanto a la violencia, es claro que quienes detentan el poder están entre Escila y Caridbis, monstruos de sus propias convicciones religiosas y la de los principales involucrados: el fundamentalismo cristiano con sus múltiples pastores que en materia de producción, distribución y consumo de drogas, enarbolaron la bandera de la prohibición desde la década de los años 70.
De otro manera ya se habrían dado los primeros pasos para tratar de eliminar esa pesadilla sangrienta, iniciada en el año 2006 y de la que no se ha podido despertar 13 años después.
Profundizar en la despenalización de las drogas no es estar a favor de su consumo, pero sería una medida primordial para ir desmontando la narcocultura que se promovió, incluso en la televisión, sustituyendo valores como la vida misma.