Enfundados en supuestos nuevos soplos de aire “liberal”, en términos llanos lo que esto significó para el país durante casi las últimas cuatro décadas no fue otra cosa que el empeño suicida por disolver justo al liberalismo, entendido este como una doctrina que limita, articula y tutela, mediante leyes e instituciones, las relaciones entre los individuos.
Desmantelado y degradado a “estado ultramínimo” para figurar lo menos posible, las consecuencias de la pérdida de poder público se han reflejado de diversas maneras no sólo en el ámbito económico, sino en otras que evidencian el grado extremo de la debilidad institucional.
El principal ha sido la pérdida del monopolio de la fuerza, dejando la plaza a células sanguinarias que, como en el viejo oeste, parecen conformadas por vaqueros que no tienen más ley que la de sus armas.
Tal ha sido el resultado de negar al “Estado” (entendido aquí como gobierno) incluso en su despectivo papel de “mal necesario”.
“Las fuerzas que están impulsando la degradación del poder son múltiples, están entrelazadas y no tienen precedentes. Para comprender por qué, no piensen en Clausewitz, las listas de las quinientas empresas más grandes del mundo o el 1 por ciento más rico de la población de Estados Unidos que concentra una parte desproporcionada de la riqueza ”, dice Moisés Naím (“El fin del poder”).
¿Quién ha estado y está al mando? La pregunta se responde con la narración de la hemorragia cotidiana provocada por la violencia de grupos criminales. Y en línea con la afirmación del escritor venezolano en el sentido de que
“La degradación del poder está transformando el mundo”, al hecho evidente de la pulverización institucional, su desmantelamiento, hay que sumar la penetración de lo poco que se ha dejado.
No es de extrañar que se viva no en un “estado fallido”, tal como proclaman los seudo liberales modernos, sino en un narco-estado donde quienes tienen la misión de combatir al crimen organizado, son parte de él, de sus narco-corridos y toda esa narco-cultura felizmente celebrada en series de televisión y notas de prensa.
El daño generado a las estructuras estatales y sociales por esa presunta renovada doctrina liberal, aplicada en forma fundamentalista, diríase que totalitaria, no va a ser resuelto con metáforas de reminiscencias hippies de “amor y paz” ni de otras tribus urbanas, esto mientras los criminales sigan operando protegidos por servidores públicos de los tres niveles de gobierno, ya como “socios asociados en sociedad”, según el zumbón Nicolás Guillén, subordinados o como simples “halcones”.
Genaro García Luna, titular de Seguridad durante el sexenio de Felipe Calderón Hinojosa, no sería el único que estaría en los supuestos mencionados, según las investigaciones realizadas no por autoridades mexicanas, sino estadounidenses; tampoco policías estatales o municipales, ni agentes ministeriales y otros quedarían fuera.
El termómetro más terrible de esa connivencia es la ola de violencia y la impunidad en cada uno de los cientos de casos, ante los cuales los expedientes de investigación se cierran casi en el mismo momento de ser abiertos: “fue el crimen organizado”.
Sólo por no dejar, la situación es igual en los llamados “delitos de cuello blanco” cometidos por “destacados inversionistas”, hombres de negocios y muchos más en episodios tenebrosos de autoprestamos bancarios y fraudes financieros.
Aquí también ha sido notable que se dejaron sólo algunos vestigios de poder público, e igual que en el caso anterior, el reducido espacio fue ocupado por servidores públicos que sólo facilitaron el saqueo y la estafa, en una nueva y agresiva degradación de las instituciones.