Salvo excepciones, a la muerte se le huye o se le teme. Esta característica está ligada, trenzada a nuestro aliento; yace en el alma, hasta el tuétano de cada persona. Sin la certeza del deceso, nuestra existencia perdería sentido.
De ahí que el filósofo turco Albert Caraco, nacionalizado uruguayo, escribió con maestría lo siguiente: “Tendemos a la muerte como la flecha al blanco, y no fallamos jamás, la muerte es nuestra única certeza y siempre sabemos que vamos a morir, no importa cuándo y no importa dónde, no importa la manera. Pues la vida eterna es un sinsentido, la eternidad no es la vida, la muerte es el reposo al que aspiramos”.
En la biografía de cada individuo, en nuestro mapa mental, solemos colocar la expiración a lo lejos, al final de cada ser humano, especialmente cuando la persona es querida, amada, apreciada o valorada. Eso se entiende.
Nos atrae imaginar que a cada sujeto le espera su final en un puerto distante en el tiempo. No es así, aunque en la mayoría de los casos tal precepto se cumpla; caminamos hacia la parca a cada momentum, lo que acredita nuestra finitud. Es Átropos, una de las moiras de la mitología griega, quien corta el hilo de nuestra vida; optando por el cuándo y cómo. Un descuido, un oportuno aleteo le bastará para entrar con su traje de gala por nosotros. La diosa fortuna nos preserva a diario, mientras el tic-tac de nuestro corazón y de nuestra mente se afanan en perdurar.
De ahí que, como lo apuntó José Saramago en su novela Las intermitencias de la muerte: “…nadie en el mundo o fuera de él ha tenido nunca más poder que yo, yo soy la muerte, el resto es nada”.
Esta pandemia provocada por el nuevo coronavirus, ahora nos está rompiendo una parte del ritual, de la anhelada despedida entre deudos y quien ha fenecido por COVID-19; nos está poniendo en jaque. Quien ha partido no se enterará de nada, pero nos seduce pensar que nos escuchará o que nos contemplará posmortem desde algún sitio. Una necedad más que bebe del manantial mitológico y de la angustia ante la idea de la Nada.
Cuando la causa de la partida es por COVID-19, adiós a la liturgia de velación; imposible la misa de cuerpo presente; rescindido nuestro acompañamiento por el inefable dolor ante la abrupta partida por un rebelde coronavirus; cancelada, sin más, la caranava en andas hacia el cementerio; anulado el momento en el que veremos descender el féretro; imposible la visita a la casa de los dolientes; adiós al novenario y a los tamales de chipilín, así como al reencuentro entre familiares y amistades de quien ha partido físicamente.
A cambio, más allá de las creencias mítico-religiosas y de las peticiones surgidas en medio del dolor, la selva impuesta por esta pandemia sugiere al personal de las áreas de urgencias o de aislamiento (públicas y privadas), que los dolientes pueden ver brevemente el cuerpo de su familiar fallecido. Desde luego, so advertencia de que los deudos corren riesgo de adquirir el coronavirus si no se apartan pronto.
Existen otras medidas preventivas, desprendidas de los efectos de esta pandemia: que la velación debe evitarse; que inmediatamente se prevea la disposición final del cadáver. Claro, si no es posible, se cuentan con estrechas cuatro horas para decidirlo. Está claro que se trata de quedar bien con Dios, con el diablo, con AMLO y con la 4T.
Los datos oficiales en México tienen su ritmicidad, su tiempo, su pachorra; nada de prisas porque cada asunto es delicado y exige celosa revisión. Ha sido la tónica, despacio y mirando desconfiadamente al pasado. Actualmente disponemos de cifras oficiales correspondientes al año 2018; es lo más actualizado a estas horas de este sábado 2 de mayo, cuando escribo esta colaboración. Para saber lo sucedido a lo largo del 2019, hay que esperar hasta el próximo mes de septiembre de este 2020 anti-neoliberal. ¿Cuál es la prisa?
Veamos: El INEGI reportó que en México ocurrieron 722,611 defunciones en 2018. Comparto la fuente para que se coteje aquello que voy a salpicar con mis apostillas: https://www.inegi.org.mx/sistemas/olap/proyectos/bd/continuas/mortalidad/mortalidadgeneral.asp?s=est&c=11144&proy=mortgral_mg. En promedio, fenecieron poco más de 60 mil personas mensualmente, es decir, dos mil fallecimientos diariamente por cualquier causa.
Con base en las cuentas (o los cuentos) del Subsecretario Dr. Hugo López-Gatell @HLGatell, se han reportado 1,972 decesos por COVID-19; cifra que se reportó teniendo como corte actualizado y total, la tarde-noche del 1º de mayo. Ver siguiente imagen tomada del portal oficial de la Secretaría de Salud.
Puesto así, han perecido 493 personas [más] cada mes; en promedio 16 personas diariamente debido a esta causa, si consideramos desde el mes de 1º de enero hasta el 1º de mayo.
En ese mismo año de 2018, según la clasificación internacional de enfermedades, más de la mitad de los fallecimientos en México fueron por alguna de las siguientes cinco causas, en orden descendente: Enfermedades endocrinas y metabólicas (110,292); enfermedades isquémicas del corazón (108,616); enfermedades de otras partes del aparato digestivo (68,455); otras enfermedades del aparato respiratorio (66,032) y, por agresiones 36,685 casos.
Si tomamos como referencia nada más las 66,032 muertes, asociadas a la cuarta causa: “otras enfermedades del aparato respiratorio”, actualmente los sensibles decesos por COVID-19 representarían 0.03 % dentro de esta condición. Está claro que algo más complejo está ocurriendo. Y no pasa únicamente por el número de muertes.
Como pólvora regada en descampado y en primavera, el pánico en gran parte del planeta, ha corrido diciendo que los “adultos mayores”, nuestros sabios viejecitos --entre los que me encuentro, no por sabio sino por viejo-- podríamos morir debido a este letal SARS-CoV-2.
Nadie del anterior y agónico régimen neoliberal generó publicación alguna durante el año 2018, cuando el INEGI notificó que en México seis de cada diez personas fallecidas tenían 60 años o más. En algún momento el aliento se nos acabará y tendremos que partir. ¿Entonces, por qué tanta batahola? A menos que la bandera radical sea: “Ni uno menos de nuestros viejecitos”, aunque ya nos toque la retirada.
Ese ha sido otro de los problemas en gran parte del orbe, la enfermedad del anumerismo; una epidemia más que sobrellevan algunas personas y, no se diga, la inmensa mayoría de políticos del planeta. Un día lo escribió el matemático John Allen Paulos, en uno de sus libros: El hombre anumérico. Analfabetismo matemático y sus consecuencias: “Si la gente estuviera más capacitada para hacer estimaciones y cálculos sencillos, se sacarían (o no) muchas conclusiones obvias, y no se tendrían en consideración tantas opiniones ridículas”.
Por ejemplo, cuando absurdamente se declaran cosas como: “Ya estamos aplanando la curva de la pandemia…”. Sin embargo, su ascensión es implacable en México durante los últimos diez días. Tales expresiones preocupan porque entonces, bajo el tozudo pretexto de que se tienen “otros datos”, la realidad es enviada al basurero del negacionismo.
Otro ejemplo que porta dosis de menosprecio a la inteligencia o capacidad analítica de la ciudadanía, es cuando se indica que el porcentaje de ocupación de camas para enfrentar esta pandemia es todavía holgada en cada entidad, así como en el resto del país. Se pasa por alto la distribución micro-territorial de la demanda; el limitado, heroico y devastado personal de salud que realmente se tiene disponible en cada centro de salud; la tecnología requerida para atender a cada paciente. Todo se embute detrás de “el número de camas disponibles”, dadas dos triviales operaciones artiméticas: sumar y restar, como si un fenómeno tan complejo, enredado, global, nacional, microlocal y existencial pudiese comprimirse en un porcentaje alabancioso, cuando no socarrón.
Debido a que el contagio de este coronavirus, consistente en la interacción en los espacios públicos de toda índole, está colapsando al sistema de produccción post-capitalista, se ha encendido la alarma a escala global, especialmente entre los dueños del dinero.
Si no se halla el “pretexto” para regresar a las actividades socioproductivas que impone el megaconsumo, repentinamente seremos testigos de cómo se inventarán “motivos razonables” para que –de manera escalonada—reactivemos la vida económica y las añoradas ganancias. Luego veremos cuántos sobreviven o mueren. Eso será un asunto “manejable”. También se podrían considerar como “daños colaterales”, las muertes o infecciones que sobrevengan, si al capital le hace falta.
Menos historias, más cifras válidas y mayor claridad ante una pandemia que –como anillo al dedo-- continúa colapsando al sistema de salud, así como a la economía.