Benito Juárez, la persona

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Benito Juárez, la persona

Domingo, 19 Julio 2020 00:14 Escrito por 
Benito Juárez, la persona Iliemilada

Como cada 18 de julio, ayer sábado se conmemoró el legado del Benemérito de las Américas; del patricio por antonomasia y, quien fuera presidente de México, Benito Juárez García. ¿El motivo? Su aniversario luctuoso número 148. Para mantener vivo a alguien, hay que rendirle honores; si no, puede caer en el olvido.

A través de los libros de texto, el indio zapoteca que tardíamente aprendería a leer y a escribir en idioma español, ha ocupado las mentes escolares más tiernas, desde la educación primaria. Y se ha instalado como parte de la historia de bronce que tan jugosos gajos ha repartido.

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En ese tipo de relatos yacen los hombres perfectos, inmaculados, recios y preclaros que a muchos les gusta venerar, discurso tras discurso. Juárez García es un héroe de la historia de México que sistemáticamente es añorado y vanagloriado por su notable fuerza, entereza, resistencia política y, sobre todo, por haber sido un representante de las ideas liberales de su tiempo. Un luchador, un reformador irredento que logró separar a la Iglesia del Estado. Un pensador laico que fue capaz de fortalecer las arcas del gobierno, quitando, con la Ley en la mano, una gran parte de la riqueza acumulada de la ávara y poderosa Iglesia Católica.

Debido a mi tendencia iconoclasta, me inclino a buscar otros aspectos de los elevados personajes. Me interesa aquel Benito Juárez envuelto en su condición privada e íntima, cuya tendencia era la de escuchar mucho a sus contemporáneos; aquel que hablaba poco y cuya expresión parecía de acero, hermética, fría. Detrás de ello, se guarecía el político que se daba cuenta perefectamente de que varios de sus colaboradores le aventajaban en capacidad e inteligencia. Pero él sabía esperar y entretejer alianzas, hasta quitarles de en medio, sobre todo si se oponían a su manera de mirar la República. Si comulgaban con él, estupendo. Si pensaban distinto, ipso facto, se convertían en adversarios. ¿Le suena?

Juárez también sucumbió ante los efluvios y encantos que emanan del poder político. Si por él hubiese sido, se habría perpetuado durante los más de 14 años que abrazó la silla presidencial. No lo consiguió porque la angina de pecho que padecía le impidió volver a postularse como candidato a la presidencia. Él pretendía seguir, hasta que lo considerara necesario. Se sentía imprescindible para que el país continuáse por el mejor de los rumbos.

Su carrera política, aunque comenzó relativamente tarde, pues tenía más de 40 años de edad, ya no se detuvo hasta conseguir la presidencia, pasando por varios cargos públicos. Todos esos méritos incuestionables levantan una gordinflona muralla que impide mirar su historia amorosa, previa a casarse con la jovencita de apenas 17 años, Margarita Eustaquia Maza Parada. Él había cumplido 37 veranos cuando contrajo nupcias con la deslumbrada Margarita; nada más él le llevaba 20 años. Por poco y troquelan anticipadamente la fogosa canción que lleva por título: 40 y 20.

Como han señalado algunos historiadores, a los que sí les corre sangre por la venas, es imposible que un hombre de 37 años de edad se hubiese mantenido célibe a esas alturas de su existencia, por más que Benito Juárez haya tanteado la posibilidad de formarse como sacerdote. El insigne liberal y, poco más tarde, practicante de la masonería, conforme a los ritos de la logia de York, tuvo que acatar la condición que le impuso su antiguo patrón y quien en el corto plazo sería su suegro, el comerciante de origen italiano Don Antonio Maza.

Al pretender casarse Benito Juárez con Margarita Maza, hija adoptiva del matrimonio Maza Parada, su inminente suegro le hizo saber que sabía de la existencia de Juana Rosa Chagoya y de la hija que había procreado con ella, cuyo nombre era Susana Juárez Chagoya. Asimismo, que tenía otro hijo, de nombre Tereso Juárez Ortiz, procreado con María de la Cruz Ortiz, una indígena tehuana de 17 años de edad. Tanto Susana como Tereso estaban considerados como hijos “naturales”, en tanto que al prócer de las leyes, no se le había antojado casarse con ninguna de ellas. ¿Acaso porque ellas no procedían de buenas familias y porque el adusto oaxaqueño entendía que ninguna de ellas le impulsaría en su ansiada carrera política?

Benito Juárez, que había mostrado su olfato político, aceptó ante su expatrón e ilustre suegro que no volvería a ver a tales parejas erótico-amorosas y que se dedicaría en cuerpo y alma a su joven novia y esposa; quien formaba parte de la alta clase social de la época oaxaqueña.

En la historia no existe clara evidencia de qué tanto se ocupó de su primera hija Susana y de su primogénito Tereso, ni cuánto se mantuvo atento a las necesidades de sus dos exparejas, pero tales evidencias se pierden intencionalmente en la noche de los tiempos liberales, para no magullar las impolutas estatuas sedentes del Benemérito de las Américas.

Muchos historiadores han repetido hasta el cansancio un error: le adjudican a Juana Rosa Chagoya, ser la madre de Susana y de Tereso. No es así. Benito Juárez era muy ordenado y, cada quien tenía a su respectiva madre: Susana era hija de la señora Juan Rosa y, Tereso, hijo de María de la Cruz. No le falten al respeto a quien mandó fusilar al emperador Maximiliano de Habsburgo, así como a los generales apestósamente conservadores, Miguel Miramón y Tomás Mejía, aquel 19 de junio de 1867.

El entonces presidente Benito Pablo Juárez García tenía una estólida creencia. Prohibía férreamente a su familia y colaboradores más cercanos que hablaran fuera de casa de su afección cardíaca. Juárez pensaba que si llegaba a saberse de su enfermedad, dicha circunstancia llevaría a pensar a sus adversarios que se trataba de un personaje débil; rompiendo así con uno de los imperativos machistas más oxidados: un hombre debe ser fuerte como un roble.

Más aún, en el acta de defunción que se publicó al otro día de su deceso, decía que la causa había sido “muerte natural”. Nada más para que constatemos cómo posmortem había impuesto a su deudos el ocultamiento de su enfermedad. Y, eso es mentir. Punto. Aunque la causa de su fallecimiento ha sido repetida a diestra y siniestra sin la menor revisión contemporánea: angina de pecho. En realidad, hoy podemos decir que Benito Juárez, el hombre que deseaba permanecer en el poder por varios cuatrienios más, murió de infarto al miocardio.

Esa torpe creencia juarista de ocultar el menor ápice de fragilidad, ha viajado a lo largo de casi siglo y medio; se ha instalado entre rancios políticos que todavía pululan por todas partes. Por eso, en temas como el COVID-19 y de otros padecimientos, se escamotea la verdad acerca del estado de salud de quienes ejercen la política. Herencias del juarismo, sin duda.

Hay quienes cultivan la historia de bronce. Yo prefiero esa historia que hoy se está reescribiendo en todas partes, porque ponen al desnudo nuestra condición como seres humanos. Columna dedicada, con cariño, a los juaristas de más pura cepa.

 

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Luis Alfonso Guadarrama

Iliemilada

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