Con tono de cierta indulgencia, algunos pensadores han postulado que el capitalismo vigente (a todas luces “salvaje”, sin controles, pero llamado con eufemismos como neoliberalismo o nuevo liberalismo y demás) no es un sistema político sino “una forma de vida económica”.
Los datos contradicen esta visión (gobernantes e inversores forma parte de la misma nave de filibusteros saqueadores) y lo cierto es, como apuntó el extinto historiador británico Tony Judt (“Algo va mal”), que tal sistema es compatible “con la dictaduras de derecha (Pinochet, en Chile), dictaduras de izquierda (China contemporánea), monarquías socialdemócratas (Suecia) y repúblicas plutocráticas (Estados Unidos)”.
Por eso no debe extrañar que ante los comicios presidenciales del 2018, de los sombreros de supuestas copas ideológicas distintas esto como parte de plataformas políticas -promesas de campaña- encaminadas a captar clientela electoral) salgan propuestas como “salario para Ninis” (jóvenes que ni estudian ni trabajan, que suman más de siete millones) o un “ingreso básico universal” (se supone que para aliviar a 56 millones de pobres).
Como si las lecciones históricas fueran parte de textos místicos y parafraseando al economista Joseph A. Schumpeter, con la aplicación de propuestas como las citadas no se produce ninguna “mejora ni en las almas” ni en las condiciones de vida de los presuntos beneficiarios. Sus efectos son totalmente corrosivos.
Los polos aparentemente opuestos no se han atrevido a enmarcar sus iniciativas en una “ley para pobres” ni nada que se le parezca, pero no están muy lejos de las “Poor laws", al estilo de la Inglaterra de los Tudor; es decir, son más bien programas diseñados para la “mendicidad robusta”, políticamente rentable, lo que no impide enviar a los pobres a las mazmorras para ocultar la situación a ojos de los demás.
¿Y después del salario para los “Ni-nis y la renta básica para los pobres qué hay? Nada, salvo continuar haciendo de alambristas en acantilados sin red protectora y sirviendo de “carnada” para la depredación permanente.
Al no atacarse las causas, como la desigualdad, lo único que se hace es prolongar la agonía de millones, haciéndolos parte del problema antes que de la solución (oportunidades y salario menos miserables a los jóvenes y pobres).
Problema que además se agrava porque se deja intocada la causa (la desigualdad, y esto hay que remarcarlo), como es fácil de comprobar durante las casi últimas cuatro décadas.
Se promueve una “caridad” redentora, históricamente fracasada, donde además se fomentan simpatías a los postulados de Paul Lafarge (sí, yerno de Marx) respecto del derecho a la holgazanería mediante estímulos efímeros que se agotan en las “derrotas democráticas”.
Según Schumpeter, “el socialismo aspira a fines más elevados que llenar estómagos” (“Capitalismo, Socialismo y Democracia”), y es el mismo caso en el capitalismo vigente, según toda la apología de la pretendida “competencia perfecta” de las últimas décadas, aunque esto no ha sido otra cosa que la grotesca monopolización y la consecuente concentración de la riqueza.
En este sentido, los redentores políticos, igual que los redentores capitalistas, no han sido menos destructivos que Bakunin (el placer de la destrucción por la propia destrucción) ni menos propensos uno que otro a alentar la miseria. Las recetas son, pues, parte de una enfermedad que al final resultan un negocio redondo.