La confrontación como parte integral de una forma de gobernar pretende evitar la determinación del pueblo para sacudirse a un mal gobierno, por eso, quien la utiliza intenta por todos los medios distraer para no permitir la reagrupación de los ciudadanos quienes le darían un empujón definitivo para sacudirse de ese mal funcionamiento.
La condición más importante para el gobernante en este sentido, es mantener viva la idea de los incautos que cayeron en sus redes utilizando un sentimiento de pertenencia que se les ofrece como medio de retención y ocupación, a pesar de que los ideales sean primitivos.
Es esa una forma de gobernar, y se distingue principalmente porque no se tiene interés alguno para cumplir con la serie de promesas que ocupó para llegar al poder. La intención es simple, mantener una supuesta lucha en contra de un enemigo común, que bien puede ser ese negro pasado lleno de corrupción y malos gobernantes.
Pero ¿quién pierde bajo estas circunstancias?: nadie más que el pueblo; pues es el que ha soportado siempre; ese ente que ha sido engañado una y otra vez por quienes presumen contar con la solución de todo y terminan por presentar lo peor de ellos a la mitad del camino.
El gobierno del presidente Andrés López Obrador ha rebasado los primeros 1000 días, y en ese trayecto su administración ha demostrado su incapacidad para gobernar; la evaluación que hacen los gobernados es más práctica y objetiva, porque se dan cuenta de lo hecho a la mitad del sexenio.
Todo tiene un límite, y la paciencia de los gobernados también la tiene; porque estudia, mide y califica, sobre todo, en los aspectos básicos de su vida cotidiana; es cuando, independientemente de la cantidad de mentiras que se les pueda estar recitando día y noche, lo resienten.
La carestía es sin duda una de las medidas más eficaces que tiene la gente para comprender si existe un futuro prometedor o si las cosas no van como el gobierno presume; el alza de precios no tiene ningún rival con la percepción de las familias, porque es en donde les duele y con ello, evalúan a quien maneja la administración pública.
Es en esos momentos cuando perciben cómo van las cosas, porque tienen que hacer cuentas para valorar su situación; respecto de lo que más les incomoda y preocupa, como la inseguridad; la salud; la falta de empleo; pero particularmente, se dan cuenta que lo que ganan ya no alcanza para satisfacer sus necesidades y se ven en la imperiosa necesidad de tomar dos empleos, -y eso cuando pueden-, porque uno ya no es suficiente.
Esta realidad que vive el pueblo y que el gobierno en turno insiste en tratar de convencerlos que las cosas van mejor que antes, termina por exhibir que todo lo que se ha dicho al respecto es una completa y absoluta mentira, pues los alimentos de la dieta del mexicano andan por las nubes; la tortilla, el huevo, el frijol, por mencionar algunos, y lo que se diga para hacer ver una realidad alterna, está de más.
En este sentido, surge en la mente social naturalmente la pregunta: ¿si antes estábamos mal, por qué ahora nos va peor cuando se supone que estamos mejor? La verdad es esa, y no hay publicidad que les termine por convencer de lo contrario, su día a día se los demuestra.
Cuando eso sucede, su presente no podrá cambiar tan solo por convencimiento, pero aún a pesar de ello, el pueblo es capaz de otorgar un razonable tiempo para ofrecerlo a quien les ha prometido que estarán mejor, que ¡ya están mejor!, pero ese tiempo es corto; el hambre, la desesperación, y la falta de oportunidades no permitirán que sea mucho.
Bajo estas condiciones, la idea de un gobierno progresista termina por hacer añicos la esperanza, y se antepone la zozobra por haber caído de nuevo en el engaño. No es el primer gobierno que decepciona a su gente y desafortunadamente, no será el último. Lo verdaderamente importante sería que se dieran cuenta que la división sólo le conviene a aquel.
Por lo que el concepto de “gobierno progresista” lo resume a la sensación de sólo ser una frase hueca, vacía, que no tiene ningún sentido; porque de progreso no tiene nada más que el puro nombre, no se puede entender que lo sea cuando todo lo que se viene haciendo es regresivo, encamina sus pasos hacia una época ya pasada, de hace más de cincuenta años.
Lo trágico es que cuando se den cuenta de la verdad, las cosas pueden estar peor, y no habrá forma de componerlas en el corto plazo. Aunque bien podría ser una oportunidad para que el pueblo se involucre más en las decisiones del gobierno aunque al principio únicamente haya sido por necesidad, puede ser el origen de una verdadera y real participación para exigir cuentas y que se cumpla con lo que una vez se les ofreció, pero su voz debe ser tan contundente que a quien le corresponda, no le quede más que cumplir.
No obstante, ante el desastre de casi en todos los rubros por parte de la administración lopezobradorista se insiste en que vamos bien, cuando su gestión hace lo posible por emular gobiernos pasados como los de Luis Echeverría y López Portillo, mientras que en un contrasentido acusa a sus opositores de conservadores, pero por cierto son quienes ven más hacia el futuro, que al pasado que se empeña López en repetir.
Y mientras el presidente recita cosas como: “tenemos futuro, tenemos porvenir, gracias a eso estoy optimista y le digo a la gente que vamos bien, vamos a lograr el propósito de vivir en una sociedad mejor”, sus actos los encamina en otro sentido.
López se apoya en contar la historia tergiversada de un México que habita en su mente, mientras que el mundo lucha por reponer el terreno perdido a causa de la aparición de la pandemia. Las mentiras no encuentran fin y sin cambiar el rumbo nos dirigimos hacia otro proceso más, la revocación o ratificación de mandato, para términos prácticos otro distractor más. Ante ello, el pasado sigue ganando.