El primer factor es el volumen de la economía sumergida en México. Según los criterios con que se mida, entre un tercio y dos tercios de la población mexicana actual vive de prácticas económicas toleradas, pero al margen de la ley. En general suele tratarse de infracciones menores, como la ocupación de parcelas vacías en las periferias de las ciudades o la venta ambulante. Pero la única forma de regular una economía sumergida es practicar pequeñas formas de corrupción: por ejemplo, los policías que aceptan sobornos para hacer la vista gorda en los controles del volumen y el tráfico de operaciones.
No se pueden pedir responsabilidades si no se pagan impuestos. Un segundo factor anclado en el presente es el relacionado con la base fiscal de México. El gobierno mexicano lleva mucho tiempo obteniendo una parte desproporcionada de sus ingresos de la empresa petrolífera estatal, Pemex, que, en la actualidad, proporciona muy por encima del 30% del presupuesto federal. Esos ingresos del petróleo han hecho que el gobierno federal recaude poco de los impuestos. En 2012, los ingresos tributarios representaron algo menos del 10% del PIB, y los ingresos totales del Estado, incluidos los de Pemex, no constituyeron más que el 18% del PIB, un porcentaje muy inferior al 26% del PIB en el caso de Estados Unidos y el 32% en Brasil. Esa base tributaria tan reducida hace que la capacidad de pedir responsabilidades sea escasa. A la hora de la verdad, uno obtiene lo que paga.
4. Las políticas de drogas y control de armas de Estados Unidos. Por último, existe un factor especialmente destructivo que hay que tener en cuenta para completar el cuadro: la ciénaga de impunidad de México se debe en gran parte a las políticas estadounidenses en materia de control de armas y lucha contra el narcotráfico.
EE UU ha decidido criminalizar la economía que satisface su apetito por consumir drogas. La frontera entre Estados Unidos y México soporta el tráfico más intenso del mundo, un tráfico que depende de las diferencias entre los dos países: como la mano de obra es más barata a un lado, los trabajadores atraviesan la frontera para pasar al otro, y lo mismo ocurre con cualquier otra mercancía. También depende de las diferencias entre los dos sistemas legales y el coste de los servicios. Si las leyes medioambientales son más permisivas en uno de los dos países, el tráfico fronterizo aumenta; si la medicina es más barata en uno de los dos lados, también.
Estados Unidos ha decidido criminalizar la economía que satisface su inmenso apetito por consumir drogas. Como México tiene un sistema policial más débil y corrupto, la tentación de dejar que se lleven a cabo allí las actividades ilegales relacionadas es natural e incluso perfectamente previsible. Además, Estados Unidos permite la venta legal de armas, con mínimas regulaciones, mientras que México no. Ese es otro factor que estimula el tráfico fronterizo.
Los resultados de esta mezcla son letales. México paga un precio desproporcionado por los hábitos de consumo de drogas y el uso de armas en el país vecino; algunos cálculos hablan de más de 100.000 muertos y 22.000 desaparecidos desde que el ex presidente Felipe Calderón puso en marcha la guerra contra el narcotráfico en 2006, para no hablar del deterioro que está sufriendo la legitimidad del gobierno actual.
Ciudad Juárez permite ver el reparto geográfico de los costes sociales que acarrean las políticas de Estados Unidos para combatir la droga. Según cifras de hace cuatro años, su tasa de asesinatos era mayor que la de Bagdad, mientras que, al otro lado del puente, El Paso figuraba como la ciudad más segura de su categoría en todo Estados Unidos. ¿Pero dónde compraban sus armas las bandas de Ciudad Juárez? En El Paso. ¿Y dónde iban a parar las drogas que circulaban por Ciudad Juárez? A El Paso.
Detrás de los horrores actuales, los crímenes y la impunidad que padece México, existe una historia de profundas raíces que solo pueden afrontar los mexicanos, pero las políticas estadounidenses en materia de drogas y armas también son responsables.
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