Me senté frente a mi hoja en blanco, empecé a darle vueltas a algunos temas, trataba de concentrarme, de no distraerme con los mensaje que iban llegando a mi celular, aunque esta vez fue casi imposible, entraba uno tras otro. Me detuve, había algo en común, la mayoría refería imágenes o información sobre el eclipse solar; desde las recomendaciones científicas para poder observarlo de manera segura, pasando por mitos, prácticas ancestrales, hasta los consejos de la abuela.
Hace 26 años los mexicanos pudimos sentir cómo se anochecía en pleno día, la grandeza de la luna se hizo visible, se posó delante del sol hasta cubrirlo por completo, una pequeña luz delineaba la superficie lunar. La reacción de la naturaleza fue increíble, los pájaros –un poco desorientados– volaron hacia los árboles, los perros ladraron, los gatos maullaron y, aunque era medio día, nuestra piel se erizaba porque sentía el fresco de la tarde, las flores se cerraron. No podría explicarlo del todo, fue algo cargado de una gran dosis de misticismo.
En esta ocasión la ciudad fue mi punto de encuentro con el eclipse solar, había telescopios, drones, muchos celulares; quizá porque su visibilidad fue parcial no detonó las mismas emociones; para muchos fue un día nublado cualquiera. No para mí. Esa necedad de asirme a las cosas simples de la vida me lleva a no perder la capacidad de asombro, a disfrutar los olores, los sabores, los colores; a sentir cada uno de los elementos esenciales de la vida, incluido el quinto.
El sentir del eclipse no sería el mismo sin los consejos de las abuelas, sin las narrativas que se generan a partir de sus recomendaciones. El asombro tiene ahí su punto de partida. Algunos recordarán en voz de sus abuelas historias maravillosas sobre la existencia de las “ánimas”, o la magia que nos provocaba hurgar –sin su consentimiento– los tapancos. Quién no recuerda la cocina de una buena abuela, los olores y sabores que de ella emanan pueden dejarnos con el corazón en pausa.
Son los abuelos –sin proponérselo– quienes nos enseñan a dotar a nuestras acciones de una dosis de intuición; son ellos quienes nos enseñan que, para ganar todo, debemos aprender a dar todo. Ellos no conocen el amor a medias, se entregan por completo. Los abuelos poseen un conocimiento vasto sobre la vida, como dice Dante, están dotados de cualidades místicas.
Si sabemos algo de abuelos, debemos tener claro que cada abuelo está inspirado en sus propios abuelos. Ser abuelo, no es una cuestión de edad, no es requisito ser adulto mayor, lo que sí es indispensable es tener paciencia, sabiduría, amor; hacerla de salvavidas, de cómplices, de doctores corazón. Todo lo que consolide ese vínculo indisoluble entre abuelos y nietos.
Tenemos abuelos jóvenes que comparten aficiones con sus nietos, otros que –inmersos en el mundo digital– logran fraguar lazos de afecto, aun cuando la distancia física parece antípoda. Abuelos activos laboralmente que se dan tiempo para cuidar, consentir y co-educar.
Los abuelos son maravillosos porque escuchan y muestran interés genuino en lo que tienes que decir, aunque sería lindo, hacer una pausa para curiosear cómo sería el sentir de los abuelos si un día, así, sin motivo les preguntamos cosas simples y cotidianas:
¿Cómo era la casa dónde crecieron?
¿ A qué jugaban cuando eran pequeños?
¿Qué travesuras recuerdan de su infancia?
¿Qué les daba miedo?
¿Cuáles eran sus sueños?
¿Cuántas veces se enamoraron?
¿Cuál fue el momento más feliz de su vida?
Hacer una pausa para escucharlos, es una manera de consentirlos, es la mejor forma de reconocerles y agradecerles. Mis abuelos ya no están, aunque tengo presente que uno de sus sueño era conocer el mar y atarles los cordones a las señoras en la iglesia era su travesura favorita.
Sin dejar de reconocer que este escenario idílico no forma parte de todas las familias, sí representa el sentir del imaginario colectivo. Por eso los mexicanos hemos elegido el 28 de agosto para celebrarlos, para reconocer de alguna manera su entrega y sus cuidados. Hacer una pausa para posarnos frente a ellos, como la luna en un eclipse solar y, en ese pequeño espacio de tiempo, reconocer su grandeza, su inmensidad; observar y sentir la luz que de ellos emana.