Vulnerables es una condición o cualidad de algo o alguien que “puede ser herido o recibir lesión, física o moralmente”, así lo define el diccionario de la Real Academia Española (RAE). En términos de salud, las personas somos vulnerables generalmente cuando estamos enfermos. Cuando nuestro cuerpo no tiene la suficiente fortaleza para continuar de manera normal, nuestras actividades deben ser suspendidas o ralentizadas debido a nuestra condición. Descansar es la recomendación para detener el proceso. Incluso, una vez detectada la enfermedad o condición de vulnerabilidad (desnutrición, anemia, depresión, etc.), un médico nos indica la ingesta de un medicamento para potenciar la recuperación.
Vulnerables somos también cuando estamos susceptibles o afectados por una emoción o sentimiento que profundiza en nuestro ser y nos hace realizar acciones –buenas o malas– que jamás haríamos de no vernos vulnerables ante algún sentimiento. Un fuerte enojo nos puede llevar a vulnerar los límites de nuestro carácter e incluso vulnerar a otros (violencia intrafamiliar, por ejemplo). Quienes se enamoran están vulnerables o susceptibles y sus reacciones, si son correspondidas, pueden ser de júbilo y éxtasis; pero si no lo son, pueden enfrentar una decepción que los arroje a una fuerte depresión o experimentar intensos celos. Ambas reacciones son extremas, generan consecuencias y, para restablecerse, requieren de una intervención, una acción de mitigación que nos devuelva a la normalidad.
Ante una vulnerabilidad detectada o sufrida, existe una acción de mitigación, una estrategia para moderar o disminuir dicha vulnerabilidad. Hasta aquí no se ha mencionado nada ilógico o fuera de lo normal. Quien se enferma va al médico (automedicarse no es la opción); Quien se enamora inicia una relación sentimental. Quien sufre mal de amores busca mitigar lo que siente con terapia psicológica, hacer deporte, cambiar de pareja, meditación religiosa (beber no es recomendable, suele vulnerar aún más).
Vulnerables también somos cuando salimos de casa, caminamos por la acera, cruzamos la calle, abordamos el transporte público o manejamos nuestro auto en una ciudad llena de vulnerabilidades y de riesgos; cuando llegamos al trabajo o a la escuela, también ahí estamos vulnerables, con la diferencia de que ahí –como en cualquier otro espacio público– la vulnerabilidad es compartida entre muchas personas más y la responsabilidad de mitigarlas no depende de uno mismo, sino de voluntades y capacidades de múltiples actores.
El Artículo 2, fracción LVIII, de la Ley General de Protección Civil (LGPC), define a la vulnerabilidad como una “Susceptibilidad o propensión de un agente afectable a sufrir daños o pérdidas ante la presencia de un agente perturbador, determinado por factores físicos, sociales, económicos y ambientales”. Por agente afectable se entiende a las personas, sus bienes y el entorno; por agente perturbador se entiende a los fenómenos hidrometeorológicos, geológicos, químicos, tecnológicos, sanitarios, ecológicos y socio organizativos. Es decir, que la vulnerabilidad es la posibilidad de que una persona o entidad sufra daños o pérdidas en su integridad, pertenencias y el lugar que habita o en el que se encuentra cuando un factor físico, social, económico o medioambiental lo impacta.
A esos “daños o pérdidas” derivados de la interacción entre una vulnerabilidad (lugar, tiempo y exposición) y un agente perturbador (amenazas) se le conocen como riesgos (Art. 2, Fr. XLIX, LGPC). Los riesgos se construyen a partir de las diversas amenazas que circundan a los individuos o entidades y la posibilidad de su impacto; los peligros constituyen la probabilidad de ocurrencia de un agente perturbador potencialmente dañino (Art. 2, Fr. XXXVII, LGPC) y tienen una magnitud determinada, es decir una cuantificación universalmente aceptada; por ejemplo, la magnitud de los sismos se mide a través de la Escala de Richter.
La intensidad de un peligro es la percepción o impacto que produce un fenómeno; el impacto de un ciclón tropical se mide con la Escala Saffir-Simpson, la cual se basa en los daños que produce a su paso por el territorio, al igual que la Escala de Mercalli que mide los efectos de un sismo. La frecuencia de los peligros se refiere a los registros documentados de un mismo fenómeno, cantidad de eventos en un año, por región o por zona.
En conclusión, el nivel de riesgo al que está expuesto un individuo o entidad, lo determina la interacción entre las amenazas (peligros potenciales) y sus propias vulnerabilidades (lugar, tiempo y exposición), las cuales pueden ser físicas, sociales, económicas, educativas, territoriales y ambientales. Conocer los componentes del riesgo nos hace más resilientes. Esto es también Protección Civil. ¡Que su semana sea de éxito!
Hugo Antonio Espinosa
Funcionario, Académico y Asesor en Gestión de Riesgos de Desastre
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