Los “intelectuales orgánicos” del neoliberalismo, imbricados con los grupos de poder económico, principalmente, y luego político, según la atinada definición del filósofo y periodista Antonio Gramsci, han tratado de simplificar la cuestión nacional presente, al calor de la contienda electoral presidencial, como un asunto entre “enojados” y “miedosos”.
Gramsci, que para mayor terror de los falsos liberales también era comunista, los ubicaba como “apostadores del grupo dominante” (aunque hubo un tiempo en que las mentes consideradas como “cultas”, realmente suministraban ideas que hacían posible la marcha de los gobiernos y hasta aportaban cuadros administrativos).
Durante las últimas cuatro décadas, la apuesta ha sido sustituir las ideas por dogmas y a los gobernantes por sacerdotes, predicadores de “buenas nuevas” que siempre terminan en “malas permanentes”.
Y con esa cortedad de miras, la cuestión se resume en un asunto emocional entre encabronados y miedosos cuando lo que está enfrente es justamente un “sistema”, tanto político como económico, que ya no tiene nada qué ofrecer (salvo una discrecional y clientelar distribución de la miseria); un modelo que ya no da para más, que agotó sus posibilidades en un mar de evangelios y profecías que poco o nada tienen que ver con la realidad, con una democracia “chata”, recicladora además de una plutocracia que se ha encargado de estrangularla, y con una justicia que apenas merece este nombre.
Y en esas andan los órganos de fonación neoliberal, a ver si es chicle y pega, tratando de abreviar la situación, matizando u ocultando abiertamente los resortes que han colocado a su doctrina en una situación complicada y, sí, también frente a un encabritamiento casi generalizado (con excepción del “1 por ciento) por las reiteradas tomaduras de pelo (burlas) respecto de un futuro luminoso mientras se aplica el ya clásico descontón traicionero y la puñalada trapera, tratando de “institucionalizar la miseria”.
Es cierto que en muchos casos habrá malestar, pero no es sólo por las últimas estocadas (gasolinazos, violencia, etc.) sino por un largo período en el que únicamente unos cuantos pueden sentirse satisfechos (el ya estigmatizado “1 por ciento”, reflejo del abuso, el saqueo, el rentismo especulador y la acumulación por la acumulación en nombre de la ley) en menoscabo de millones.
De manera que el quid del asunto no sería, como pretenden los “intelectuales orgánicos” neoliberales ni los supuestos “recicladores del desarrollo estabilizador”, decantarse por alguna de esas opciones para calmar la furia o tranquilizar a los apanicados (previa amenaza propagandística de sus “intelectuales” con el cuento del Chupacabras), sino el rechazo de ambas por su probada devastación y naufragios recurrentes y la apuesta por un rumbo distinto.
Del mismo modo que de nada sirve continuar con el modelo del capitalismo salvaje que ha generado una grosera desigualdad, con más de 56 millones de pobres y una concentración insultante de la riqueza nacional, tampoco es útil retomar viejas recetas con “papá gobierno” al mando de todo, dispensador de vidas y haciendas, las cuales terminan siempre en una loca borrachera y millones de sufrientes (con futuros hipotecados en ambos casos, en perjuicio de varias generaciones de seres humanos).
Los candidatos presidenciales, dirigentes y representantes de los partidos politícos están sumergidos en escaramuzas de ficticias geometrías políticas (izquierda, derechas, conservadores, liberales, y ahora hasta burdos “independientes”), así como de posturas económicas ambiguas e ilusorias. Sus seguidores los aplauden rabiosamente.
Es “normal” pues finalmente es parte del entretenimiento y de la oferta para tratar de quedar bien con la mayor cantidad de electores y sectores que se pueda.
En apego a la contienda electoral, ellos pueden simplificar lo que quieran y presentarse como lo que quieran (falta que alguien les crea), pero en algún momento tendrán que definirse (quizás durante la toma de posesión correspondiente), y es ahí donde se verá si la apuesta es únicamente compensar el malestar o devolverle el alma a los supuestos timoratos, o ir más allá de interpretaciones simplistas de una época prolongadamente asfixiante.