El 1° de mayo no es solo una fecha conmemorativa, sino una exigencia de justicia social. Su origen —la represión de la huelga obrera de Chicago en 1886— representa mucho más que un evento histórico: simboliza la lucha universal por condiciones laborales dignas. En México, desde la primera gran marcha obrera en 1913, esa lucha ha encontrado eco en la Constitución de 1917 y en la Ley Federal del Trabajo, pero aún enfrenta retos estructurales que demandan respuestas firmes e inmediatas desde una perspectiva de derechos humanos.
Hoy, cuando la informalidad laboral afecta a más de la mitad de las personas trabajadoras en el país, cuando persisten prácticas discriminatorias y condiciones laborales precarias, es urgente recordar que el trabajo digno es un derecho humano fundamental. Así lo establece no solo el artículo 123 de nuestra Constitución, sino también instrumentos internacionales como el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales y la Convención Americana sobre Derechos Humanos.
La justicia laboral no puede quedarse en la letra de la ley. Requiere un sistema de impartición de justicia que se ponga del lado de las personas, especialmente de los grupos históricamente excluidos: trabajadoras del hogar, jornaleros agrícolas, personas con discapacidad y jóvenes sin contrato formal. El Poder Judicial tiene la responsabilidad de garantizar que estos derechos no solo existan en el papel, sino que se vivan en la realidad cotidiana.
Con ello coincide la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que en el reciente Amparo Directo 4977/2023 marca un avance significativo. Al declarar inconstitucional la exigencia inflexible de conciliación previa para ejercer derechos laborales, la Corte reconoció que la justicia no debe estar sujeta a obstáculos formales cuando lo que está en juego es la dignidad humana. Esta decisión reafirma que el acceso a la justicia es un derecho en sí mismo y que el sistema debe adaptarse para proteger a quienes más lo necesitan.
Entonces, la transformación de la justicia —en materia laboral, civil, familiar o cualquier otra— pasa también por un cambio cultural. Es imprescindible fortalecer la formación de jueces y operadores jurídicos en derechos humanos, perspectiva de género y justicia social. Cada expediente judicial no debe verse como un trámite o un número más del índice del Juzgado, sino como una historia de vida en la que está en juego el bienestar y el sustento propio de las familias: es decir, la posibilidad de que todos sus integrantes puedan tener una calidad de vida y satisfacer sus necesidades más básicas para su libre desarrollo. Sentenciar con sensibilidad y con enfoque reparador no es una concesión: es una obligación ética y constitucional.
El Día del Trabajo no se conmemora solo con desfiles ni con discursos. Se honra garantizando condiciones de igualdad, derribando barreras estructurales y obstáculos que permitan el acceso igualitario a oportunidades laborales, luchando por condiciones de seguridad laboral y remuneraciones dignas, así como construyendo un sistema de justicia que priorice a las personas por encima de los procedimientos y el formalismo; sobre todo, respetuoso de los derechos de las personas trabajadoras.
En otras palabras, haciendo que la ley sirva para transformar realidades, no para perpetuar desigualdades; pues debemos asumir como un deber y una obligación trabajar en la consecución de la igualdad de derechos y oportunidades para todas las personas; la promoción de un reparto equitativo de recursos y la garantía de que todas las personas puedan desarrollar su potencial máximo, es decir, reducir la desigualdad y la discriminación, aportando a la construcción de una sociedad más justa y solidaria.
Esto es así, porque solo cuando el derecho se pone al servicio de la gente —y especialmente de quienes más lo necesitan— podemos decir que la justicia cumple su función. Ese es el verdadero legado de 1886 y de 1913: una promesa de dignidad que se construye sentencia a sentencia.