Como ogros gemelos, el neoliberalismo y la violencia caminan de la mano, regodeándose de los despojos que están dejando a su paso. Con semejantes engendros se ha llegado al grado de “humanizar” a los animales y “animalizar” a los humanos.
Lo anterior nada tiene que ver con las falsas posturas de los todavía más embusteros protectores de los animales y sus iniciativas que prohiben espectáculos con estos, sino más bien está relacionado con el paisaje de la convivencia social cotidiana, plasmada en la información de las secciones económica y de nota roja.
De un lado, la satisfacción por tener la capacidad de producir millones de pobres (56, antes del nuevo INEGI de Enrique Peña Nieto) y mantenerlos a raya con salarios miserables, incluidos aquellos que, esforzados, lograron licenciaturas, maestrías, doctorados y hasta post-doctorados.
Así se le ha correspondido a la “Generación Fobaproa” (mal llamada “millenial”) , mientras el “1 por ciento” dice, vía propia y mediante sus sacerdotes, que todo va de perlas, que la economía no es el principal problema del país, que todo está en sintonía con el paraíso prometido, que no debe tocarse ni modificarse nada en materia económica porque estaríamos peor, aunque tan deplorable escenario vigente ha sido posible gracias al dogma neoliberal, confirmado sus devastadores efectos.
Para evitar las deformaciones de siempre, hay que remarcar que lo que hemos presenciado durante las últimas décadas es el fracaso no de uno, sino de dos modelos económicos:
Por un lado, el del “desarrollo estabilizador” con el gobierno como ente elevado casi a rango de divinidad, benevolente promotor del bienestar con la sacralización de la figura presidencial y, por el otro, el “neoliberalismo” o “libre mercado”, con la glorificación del dinero en unas cuantas manos como motor de la miseria y consecuente desaparición de la autoridad para dar paso a la “mercantilización de la función pública”, esa donde el servidor público es al mismo tiempo un enfebrecido socio de los intereses privados, según la atinada descripción de la profesora Alejandra Salas Porras (UNAM).
Por empobrecimiento de la voluntad, no faltará quien quiera volver a los tiempos del poder omnímodo, aquél en el que decía, con toda la abyección posible, que “en política hay que sumar, sumarse… y sumirse”, y lo mismo aplaudía a rabiar la nacionalización bancaria que su privatización (“¡Así, señor Presidente”, rezaban los encabezados de los diarios, sumándose al coro del siempre nutrido Comité de Zalamería Sexenal).
Debido a esa misma sequía intelectual y moral es por la que desde hace casi 40 años se hace apología del neoliberalismo y sus presuntos “capitanes del universo”, pontificando su “habilidad” para los negocios, como si hubieran inventado el rentismo especulador, los monopolios, la evasión fiscal y el saqueo.
Debido a lo anterior, lo que habría que esperar es la ruptura frente a dos extremos económicos igualmente populistas y perniciosos, rescatando lo realmente rescatable.
En cuanto a la violencia, son de estremecer las cifras de víctimas en doce años (más de 207 mil, como ya se dijo en anterior entrega), pero hay que destacar que no se trata sólo de sicarios, sino también una cantidad importante de civiles, incluidos aquellos que fueron o buscaron algún puesto de representación popular.
En este sentido, no es curioso que los ataques se den con más intensidad y frecuencia en las zonas “bajas” de la política, como reveló hace unos días la Asociación Nacional de Alcaldes (Anac), pues a diferencia de otras épocas, ahora es desde ese espacio donde se inicia la danza de los pactos con grupos criminales, principalmente vía corporaciones policiacas municipales, con la mutua infiltración y la libre actuación, so pena de venganzas.
Según esa agrupación de servidores públicos, los asesinatos de alcaldes, ex alcaldes o ediles electos en dos sexenios suman ya 123, sin contar el homicidio sucedido el viernes pasado en Tenango del Aire, en el Estado de México (Adiel Zermman Miguel había sido presidente municipal por el PRI y buscaba un segundo mandato, ahora bajo las siglas de Morena).
Durante el sexenio de Felipe Calderón Hinojosa (2006-2012) se registraron 48 homicidios dolosos contra políticos en las citadas esferas, en tanto que en este agonizante mandato de Enrique Peña Nieto son ya 76 (sumado el caso de Zermman Miguel), de los cuales once se perpetraron en lo que va del año. Las víctimas han sido principalmente del PRI, PRD y PAN.
Pero los dirigentes de estos partidos y los políticos en general siguen simulando, diseñando ataques contra fantasmas, es decir, siguen proponiendo estrategias de seguridad con más lugares comunes (depuraciones, capacitaciones, más elementos) que con base en modelos probados, pero sobre todo eludiendo el tema central: las drogas (qué hacer con ellas).
Como en el caso de la economía, en materia de violencia estamos hablando no de uno, sino de varios modelos probadamente fracasados, eso sí, durante dos sexenios, donde nada más ha faltado decir, a modo de justificación de final de sexenio y siguiendo las “Obras póstumas publicadas en vida”, de Robert Musil: “si los criminales y los periódicos no existieran, habría paz eterna” (¡seguro!).