México: la patria que sangra y resiste
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México: la patria que sangra y resiste

Martes, 02 Diciembre 2025 00:05 Escrito por 
Reseñas y Sucesos Reseñas y Sucesos Edgar Tinoco González

México, tan lleno de contrastes. Iracundo a la menor provocación, dócil y terso cuando la adversidad social lo rebasa; a veces sumiso, otras tantas incendiario. Un país que camina con la frente en alto, obstinado ante sus lacerantes cicatrices que no terminan de sanar.

Una nación libre, con 215 años a cuestas de conflictos constantes, donde la violencia no ha sido un episodio, sino un acompañante histórico. No lo digo yo; lo dicen las cuentas, esas que a veces olvidamos, a razón de invisibilizarlas, de no nombrarlas, con ganas de querer olvidarlas e, irónicamente, las más de las veces, hasta festejarlas.

La hoguera interminable de la Guerra de Independencia. Donde el Virreinato predicaba una sociedad de castas —mestizos, peninsulares, indios, criollos, mulatos, zambos, castizos…— juntos sumaban 6 millones de habitantes. Todos dispersos entre pueblos incendiados y templos convertidos en cuarteles. No hubo familia sin duelo ni aldea sin vacío. Se estima que nuestra patria fue ungida tras dejar medio millón de vidas en los caminos, entre gritos de libertad y sentencias de muerte.

La satírica Intervención Francesa. Como si de un chiste se tratara, en la escuela siempre recordamos “La Guerra de los Pasteles”. Repetíamos con ironía cómo un pastelero francés, motivado por un pleito privado, movilizó a un imperio que reclamaba una deuda absurda con el derramamiento de sangre: pocos, pero patriotas, caídos por proteger una soberanía que apenas comenzaba a afirmarse.

La epopeya nacional en la Guerra contra Estados Unidos. En el Colegio Heroico Militar fuimos vencidos, dejando un sepulcro de más de 30 mil mexicanos que cargaron a cuestas la pérdida del territorio de la mitad de nuestra joven nación. La historia es de más conocida: jóvenes cadetes, campesinos improvisados como soldados y generales sin recursos enfrentaron un destino inevitable. Cada muerte fue un recordatorio de un país roto que aprendió demasiado tarde los costos de la división interna.

La libertad y las Leyes de Reforma. Fueron pocos años, pero brutales. Nuestra guerra civil de tres años marcó con ardor el destino de México. La incipiente República se partió entre conservadores y liberales, entre credos y proyectos de nación irreconciliables. Los caídos no murieron por ambiciones personales, sino por ideas que chocaron con la fuerza de dos trenes. Las ciudades fueron trincheras y los caminos, fosas improvisadas. En cada batalla moría un mexicano, que a la suma contabilizaron más de 50 mil.

La segunda Intervención Francesa. Esta vez el eco de los fusiles retumbó en Puebla. Todos conocemos aquella batalla heroica, donde la República estuvo en vilo, azorada por ese imperio extranjero. Los héroes que quedaron en el campo —soldados, guerrilleros, civiles armados con más valor que pólvora— defendieron no solo un territorio, sino la idea misma de ser mexicanos. Su sacrificio ese 5 de mayo fue la columna vertebral de esta gran nación.

La represión porfirista. Éramos un país que se presumía “moderno”, “europeizado”, “desarrollado”, a cuestas de la represión de huelgas gremiales, de aislados conflictos contra los enquistados cacicazgos, de conflictos agrarios que se convertían en calles llenas de sombras por los cuerpos emboscados. Las locomotoras avanzaban y los telégrafos brillaban, pero bajo los durmientes quedaban miles de vidas aplastadas por un progreso que nunca fue para todos.

La Revolución Mexicana. Un torbellino de más de una década barrió con haciendas, con ciudades, con familias, con cifras de muertos que todavía se debaten entre uno y dos millones. Un país entero se levantó, se fracturó y se reinventó. La Revolución y su guerra de guerrillas, donde cada amanecer tenía un dueño distinto para el país. En su agonía, la Revolución parió instituciones, derechos y nuevos rumbos… pero lo hizo sobre un cementerio tan grande como la nación misma, que para ese momento ya sumaba 14 millones de habitantes.

La Guerra Cristera. Otra vez el falso debate de libertad de pensamiento, entre las creencias y la laicidad. Muertos en los cerros y templos clausurados. Cristos escondidos y decretos federales ensangrentando al país. No hubo zona rural sin miedo ni familia que no conociera a alguien que muriera gritando “¡Viva Cristo Rey!” o “¡Viva la República!”. Fue una guerra de fe y de abandono: los más de 90 mil caídos quedaron atrapados entre dos intransigencias que nunca supieron ceder.

La Guerra Sucia. Porque la muerte siempre nos alcanza. Con masacres institucionalizadas en los años setenta: continuidad de las huelgas reprimidas a punta de balazos en los años cincuenta y la fatídica noche de octubre de finales de los setenta. El Estado miró a sus propios ciudadanos como enemigos. Jóvenes, estudiantes, médicos, maestros, campesinos organizados, todos convertidos en objetivos. Las desapariciones comenzaron como rumores y terminaron como un decreto. Nadie sabía cuántos eran, pero todos sabían que faltaban.

El EZLN. Movimiento longevo, primera guerrilla mundialmente televisada y, aunque breve en su hostilidad, sacudió al México moderno con el recordatorio de que la desigualdad sigue respirando y la lucha se encarnaba tras un pasamontañas. Los fusiles resoplaron en el sureste mexicano con estruendo global. Las cámaras del mundo captaron no solo la rebelión, sino la deuda histórica que el país mantenía con sus pueblos originarios.

Guerra contra el narcotráfico. Veinte años de una guerra no declarada, pero plenamente visible y sanguinaria. Sin catálogo de buenos contra malos, porque aquí pierde México con sus más de 700 mil vidas destazadas y desaparecidas. Una guerra que no tiene frentes claros, ni uniformes, ni horarios. Las fosas clandestinas, las madres buscadoras, los pueblos sitiados y los desplazamientos silenciosos componen el paisaje cotidiano.

Y así toda historia se replica como un suceso del ayer. Como si México viviera en un eterno retorno de sí mismo. Porque déjeme contarle, querido lector, que aunque parezca lejano, entre el ayer y el hoy solo se interpone un delgado hilo narrativo.

México es un país forjado en fuego, acostumbrado a renacer entre ruinas. Pero también es un país que parece resignado a que la tragedia sea parte de su identidad. Como si cada generación estuviera condenada a repetir el mismo ciclo: confrontación, violencia, reconstrucción… y nuevamente confrontación.

A veces me gusta imaginar un México que honre su espíritu combativo tan solo como un recuerdo. Que comience a prevenir sus tragedias. Que por fin decida que su grandeza no necesita otro sacrificio humano para legitimarse. Porque ya son demasiados héroes en el panteón, demasiados gritos que se convierten en silencios. México, ese país que sangra, resiste y sigue de pie, merece —al fin— un capítulo diferente.

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Edgar Tinoco González

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