En una civilización egocéntrica que ha generado tecnología para abusar del confort, la autocomplacencia y la mezquindad, fue muy sorprenderte observar cómo hace un año, sobre todo, los jóvenes reaccionaron en cadena para auxiliar a sus semejantes que resultaron agraviados por el sismo que sacudió varios estados de nuestro país.
Inicio con esta reflexión, porque para muchos, analistas serios o comentaristas de sentido común, es muy fácil catalogar colectivos a diestra y siniestra, con adjetivos nada incluyentes.
Por ejemplo: los millennials son huevones, atenidos; los chilangos son vulgares; los gobiernos son rateros, etcétera.
Sin embargo, estamos viviendo una época de sendas sorpresas, en la que se rompen los estereotipos, generalmente ante las grandes tragedias colectivas.
Hace un año, un sismo hizo que hombres y mujeres de todas las edades cambiaran sus paradigmas y reaccionaran como todo un fenómeno social con un objetivo: ayudar. Convocatorias no hubo; digamos que respondieron a la necesidad humana de sobrevivir, de sobreponerse, que respondieron quizá a la compasión.
La gran lección es que no debemos más sublimar las capacidades de los demás en el fácil atajo de señalar o minimizar al otro por no pensar, actuar o creer en lo que nosotros. Sin duda, las motivaciones de cada persona derivan de su contexto y, en mucho, de sus aspiraciones.
Sin embargo, es grato reconocer que la solidaridad sigue vivo y que puede unir a generaciones, incluso adversas, como la equis con la millennial, como a católicos con Testigos de Jehova, a transgéneros con familias aparentemente funcionales.
Dudo que las categorizaciones desaparezcan; son resultado de las brechas generacionales, pero seguro estoy que estamos construyendo un muro cuya base se sostiene en la pluralidad, la diversidad y el respeto.
No estamos tan tirados a la calle, en México hay futuro, cada vez más diverso y heterogéneo, pero futuro compartido, a final de cuentas.