Cuando era niña mi madre siempre mi instó a “comer bien”. Ello logró instalar en mí un “chip” que me obligaba –sin tener que obligarme, y ése es el verdadero “poder” de una madre– a no salir de casa sin haber desayunado, no solo suficiente, sino sobre todo con alimentos nutritivos y proteínicos, más si tenía que ir a la escuela. En esa época la preocupación por el sobrepeso no era una constante ni en mi familia, ni en la sociedad en general.
- ¡No comas muchos dulces!
- ¡Come frutas y verduras!
- ¡Necesitas tomar agua!
- ¡Come despacio!
- ¡No comas de más!
Comentarios, enseñanzas, estrategias de educación ¡Qué se yo! Sólo sé que iban acompañados de una reflexión en torno a la importancia de tener buena salud, y ello siempre empezaba por una buena alimentación.
Como la mayoría de los niños de antes –y de ahora–, hice caso omiso a todas y cada una de esas recomendaciones. No obstante, a diferencia de los niños de ahora, los que nacimos hace más de tres o cuatro décadas (e incluso antes), teníamos a nuestro favor una dinámica de vida que permitía ejercitarse y establecer estructuras, lo cual también facilitaba definir horarios fijos para la ingesta de alimentos.
Por ejemplo: para ir a la escuela caminaba más de cinco kilómetros de ida y otros cinco de regreso; por las tardes solía jugar al columpio, a los encantados, a ladrones y policías; me tocaba ir a la tienda, por el pan o por la leche. De alguna manera todo ello me ayudaba a quemar las calorías que, sin duda, había ingerido de más y, al mismo tiempo, mantenerme ejercitada sin tener que dedicar “tiempo exprofeso” para ello.
Por supuesto que en la escuela siempre hubo algún compañero con cierto sobrepeso, a quien indiscutiblemente le tocaba el mote de “el gordito”, y casi siempre eran casos excepcionales. Hoy, sin duda, la situación es distinta. México ocupa el primer lugar en obesidad en el ámbito mundial, y ello se acentúa particularmente en la infancia. Sin embargo, pienso que en realidad lo que se ha acentuado son los desordenes alimenticios derivados, por un lado, del sedentarismo excesivo y, por otro, de la publicidad que refuerza estereotipos de belleza, lo cual se vincula con los problemas opuestos a la obesidad, que son la anorexia y bulimia, todas situaciones vinculadas con desordenes alimenticios.
Ahora mismo me encuentro sentada en un espacio público, observo a mi alrededor y las escenas comunes son: personas sentadas, conectadas a su dispositivo móvil, con alguna bebida o “lonche” a la mano. Solemos comer fuera de casa, mal y a destiempo.
En mi vida cotidiana suelo ser ordenada en mis hábitos alimenticios, pero no lo hago ni siquiera conscientemente –quizá es el “chip” que mi madre me instaló desde pequeña– es algo casi instintivo, me da hambre casi siempre a las mismas horas, y si me excedo en la ingesta o no como a la hora que mi cerebro el da la orden a mi organismo, con certeza me sentiré mal en cuestión de horas.
Lo que también es cierto es que recientemente me he percatado que tener hambre a la misma hora me ha llevado a ser “la rara”, “la extraña”, “la anticuada”. Algunos se refieren a mí con gestos extraños cuando saco una manzana porque mi cuerpo me exige alimento en el medio de una reunión de trabajo. Algunos se burlan de mí cuando digo que prefiero comer una sopa de verduras calientita en lugar de una enorme hamburguesa doble, con queso. Soy “rara” porque soy la única de mis amigos que no tiene horno de microondas en casa y no es porque me preocupe el tema de la radiación, sino porque no me interesa consumir alimentos procesados y porque no me gusta la comida calentada “artificialmente”. Por supuesto que nunca le diré que no a unas palomitas, pero –la verdad– sólo me saben ricas en el cine.
Hoy los jóvenes de clase media, en general, enfrentan con más “normalidad” el dilema de comer o no comer. El sabernos parte de los países que encabezan altos índices de obesidad, el impacto de la talla cero, de los derechos de los animales, de los cánones de belleza, la vida orgánica, entre otras, les han llevado a “normalizar” desordenes alimenticios.
En muchos casos se asumen posturas supuestamente nutricionales, sin los cuidados, atenciones y seguimiento de salud que se requieren, lo que en general nos está llevando a un problema de salud pública de grandes dimensiones. Quizá, en algunos casos valdría la pena recuperar algunas buenas prácticas que tuvieran como referente el comer bien, para cuidar nuestra salud y ejercitarnos en la vida cotidiana para. ¡Mente sana en cuerpo sano!
P.D. Dejo para otro momento, la reflexión en torno a las personas cuyos niveles de pobreza, les impiden tener acceso a una canasta básica.