*Con un abrazo solidario para Héctor Buenrostro, por la
pérdida de su compañera Ana María Chargoy Espinola.
Entre los entendidos en chunches de economía suele citarse a Keynes, a modo de descontón descalificador, respecto de que muchos políticos y gobernantes son, con frecuencia y sin saberlo, esclavos de las ideas de algún economista difunto.
En tiempos de supuesta expansión de la economía, por ejemplo, hay que echar mano del repertorio de Friedrich Hayek para ver al gobierno y a las instituciones como una sinecura adiposa y leprosa que, contrario a los pretendidos “reyes midas” de las finanzas, todo lo que toca lo pulveriza y pavimenta el camino hacia la inevitable servidumbre (autoritarismo).
Claro que al calor de la economía de casino que ha prevalecido desde hace casi cuatro décadas en nuestro país, los “gerentes hayekianos” al mando de las instituciones no se han sonrojado al recurrir a las recetas keynesianas para ir al rescate de banqueros, casabolseros y otros especímenes adictos a la adrenalina y a las burbujas, víctimas de su propia irracionalidad que, en vez de auto-aplicarse las clásicas “terapias de choque” -austeridad y contención, por ejemplo- fuerzan el alivio con cargo a la hacienda pública.
En esos casos, como se ha visto, Keynes es una especie de bateador emergente que ingresa al campo de juego como un “mal necesario”. Luego se le envía a los estantes… hasta la siguiente debacle.
Los fundamentalistas de ese evangelio que mezcla lo mismo a Hayek que al monetario de Milton Friedman, incluso a Adam Smith y a varios más, y que se promovió como “neoliberalismo”, quizás leyeron pero ignoraron o deformaron las ideas del economista austriaco Joseph A. Schumpeter respecto de la “destrucción creativa”, con la innovación empresarial como motor de la transformación de las sociedades.
Schumpeter se refería a la economía productiva, a la que crea bienes y mejora los servicios, pero los epígonos de Hayek, Thatcher y Reagan asumieron que la innovación es crear “derivados tóxicos” financieros para destruir países enteros.
Tal vez la critica equilibrada sobre Karl Marx y su coincidencia con éste en el sentido de que el capitalismo es un paso al socialismo, hicieron de Schumpeter una de esas leyendas sólo para las tesis académicas o para el lucimiento en torneillos literarios.
Pero más allá del buen humor y de la ironía de este profesor de Harvard, se impone la claridad de su pensamiento para impulsar una economía humanista, creativa, así como su sabrosa prosa, lo cual contrasta con toda esa monserga clerical que es la jerga neoliberal, envuelta siempre en el auto-incienso que hace de sus adictos y promotores unos profetas de lenguaje oscuro y tenebroso (“drogadictos ideológicos”, según el clásico reyes-heroliano).
Y en medio de una devastación financiera como las de las fraudulentas hipotecas Subprime del 2008 que hicieron más ricos a los ricos y miserables a los más pobres, pasaron por alto también las observaciones y recomendaciones del economista francés Thomas Piketty en cuanto a la contención de la economía de ficción con el establecimiento de impuestos en los cínicos y cíclicos timos financieros (controlar a los especuladores, pues), y de esa manera contribuir a frenar la acumulación por la acumulación que ha originado la grosera desigualdad actual.
El caso es que diez años después de esos nefandos acontecimientos, nada se ha hecho por imponer controles a los financieros, antes “vampiros”, hoy plaga parasitaria en busca de instituciones desparasitarias, como sugiere el maestro Javier Ortiz de Montellano (ver su interesante texto: “¿Son los Banqueros Globales unos Parásitos Financieros? Se Requiere Desparasitador”).
Los gobiernos tendrían que recurrir a las ideas de algunos difuntos no como parte de los fastos cívicos para tratar de proyectar ciertas simpatías o incluso para darse la misma estatura, sino para realmente transformar el estado de cosas.
Y apelar a las ideas de los “vivos” para enfrentar calamidades construidas a partir de creencias, si no muertas, sí devastadoras y promotoras de miseria.