Como sucedió hace 32 años durante los sismos que devastaron buena parte de la Ciudad de México, miles de ciudadanos aceleraron el paso y se movilizaron casi de inmediato, una vez superado el estupor, el miedo y la angustia generados por el terremoto.
Nuestras fuerzas armadas, adiestradas a recibir órdenes del burocrático alto mando, lo hicieron horas después, pero no hay duda de que, salvo ese detalle que lo ata a la sinecura oficial en casos de excepción, son el pilar que sostiene todo el despliegue oficial en estas tragedias, sucedidas ahora también en otros estados del país.
No obstante, hay que reconocer que a diferencia de los terremotos de 1985, esta vez los gobiernos de todos los niveles no esperaron y salieron al paso, tal como lo exigieron y siguen exigiendo las circunstancias.
Cualquiera que haya vivido las experiencias de mediados de la década de los años 80, recordará a un gobierno paralizado, pasmado, sin saber qué hacer, rechazando incluso ayuda internacional, mientras la sociedad salía a las calles para auxiliar a los que pudiera, removiendo escombros, atendiendo heridos, sacando cuerpos de edificios (vivos o muertos) y viviendas, habilitando albergues, llevando alimentos, agua, en fin.
Con todo el dolor que produce ver vidas pérdidas humanas de todas las edades y ruinas en verdaderas zonas de desastre; con todo ese dolor de las familias que han perdido a uno o varios de sus integrantes; con toda esa desesperación que sintieron por no haberlos encontrado durante las horas complicadas y, en suma, con toda esa angustia de no saber nada de ellos, las escenas de hoy, como las de ayer, con sus actos de heroísmo y generosidad, son similares no por tratarse de una misteriosa y trágica casualidad en la fecha, sino por la actitud y el valor frente a la tragedia, sobre todo de mucha gente joven, estudiantes, mujeres y hombres, volcados para apoyar.
Si las imágenes de ayer no se han borrado con acciones como esas, las de hoy menos se borrarán.
Brevemente y para cerrarle el paso a buscadores de culpables, supersticiosos, caraduras fundamentalistas y sus amagos del “fin del mundo”, hasta los apostadores en Las Vegas, que han nutrido el capitalismo económico de moda con la “ciencia” de la ruleta y otras, habrían perdido si hubiesen jugado a que ocurriría un sismo justo en el aniversario de otro, con unas horas de diferencia (otra clase de “terremotos” sí son más que predecibles y, de hecho, se van configurando en las narices de las autoridades y de todo mundo, pero se hacen de la vista gorda por no aparecer como sacrilegios de sus evangelios, como sucede con la economía neoliberal).
En lo que no podrían haberse equivocado es en la respuesta social frente a la catástrofe y, con sus asegunes, también la del gobierno, vía fuerzas armadas, sin restar méritos a miles de honestos servidores públicos que se han fajado como los buenos en estos momentos difíciles.
De los sismos del 85 surgieron emblemas que nos han distinguido por todo el mundo, como los “famosos topos”, héroes rescatistas, pero también lacras políticas que hicieron de la devastación un negocio privado, haciendo “clientes” de viviendas populares a infortunados ciudadanos.
Después, esos individuos no dudaron incluso en llevarse fajos de billetes con todo y ligas. A esos oportunistas de la tragedia es preciso cerrarles el paso. Los desastres dejan algunas lecciones y esa fue, luego de 1985, una de las más importantes.