Hace unos días escribí, y compartí en este espacio, sobre las nimiedades que sostienen al mundo. Me parece importante continuar la reflexión en torno a hechos aparentemente aislados, que tienen en común el rasgo de la solidaridad, la empatía y la otredad. Hechos que, en su espontaneidad y en su simpleza, logran hacernos reflexionar que en este mundo no estamos tan llenos de maldad, como sí de indiferencia.
El transplante
En este mundo habitan algunos locos soñadores, locos que construyen otros mundos y entusiasman a personas que están a su alrededor, sin siquiera proponérselo, tal es este caso:
En su lucha por la vida, un joven estudiante diagnosticado con insuficiencia renal debía enfrentar no sólo los largos tiempos de espera propios de una sociedad que carece de una cultura de donación de órganos; sino, además, la limitación de recursos económicos para las pruebas de compatibilidad. Coraje, voluntad y entereza le llevaron a pararse un día frente a sus compañeros de grupo para pedirles que se sumaran a su lucha, con un peso o dos o los que tuvieran. La comunidad estudiantil organizó una campaña permanente e hizo gestiones para que algunas autoridades se sumarán a la causa.
Cercana la fiesta de graduación de su generación, se organizaban fiestas de recaudación de fondos para la cena; hubo un momento en que sus compañeros coincidieron en que siempre habría un motivo para reunirse y hacer fiesta, pero en este momento estaba en juego la vida de uno de ellos; fue así como decidieron aportar lo recaudado para pagar una de las pruebas de compatibilidad. La tercera fue la indicada, hoy pueden reunirse de vez en vez para celebrar la vida todos juntos.
El servicio social
En el último año de su carrera, un joven universitario solicitó cambiar su lugar de adscripción de Servicio Social de una dependencia pública, a un taller de torno.
–¡Eso no es posible!
–¡No tengo otra opción!
Los problemas económicos en casa le hicieron discutir con sus padres. Era el mayor de sus hermanos, así que consideraron pertinente que dejara la escuela y se dedicará de lleno a trabajar. La tensión lo llevó a salirse de casa antes que dejar la escuela, su vecino le permitió dormir en su taller de torno y le apoyaba por las tardes para tener dinero para sus pasajes.
Sus compañeros de clase implementaron una alcancía permanente, en la que dejaban un peso o dos cada día, pensando en que se iba a requerir dinero para su inscripción del último semestre. Las mamás le enviaban cada semana una lata atún, un brick de leche, un poco de azúcar o bien un buen recalentado.
Para la cena de su graduación sus compañeros decidieron destinar una mesa para que ese joven pudiera asistir acompañado de sus padres y de sus hermanos. Hoy los tres hermanos cuentan con estudios universitarios.
El bibliotecario
Un joven bibliotecario –de no más de 30 años– disfruta interactuar con lectores asiduos, para saber qué les gusta y acercarles libros para mantener su interés por la lectura. Entre tantos, un día le llamó la atención de manera particular una mujer que, por su aspecto, dedujo que podría ser una persona sin hogar. Poco a poco se ganó su confianza y así fue como se enteró que, efectivamente, la violencia de género le llevó a vivir en las calles.
Lo que ella buscaba era un mapa, un mapa que le permitiera saber qué tan lejos estaba del pueblo donde creció. No eran más de 300 kilómetros, aunque ella no dimensionaba lo que eso implicaba, pues salió siendo casi una niña para casarse, y nunca más supo de su familia.
Los amigos de este joven bibliotecario se fueron enterando del caso y de manera espontánea fueron donando un par de zapatos, un poco de comida, un buen baño, un poco a sus de sueños de volver algún día a su pueblo, no para quedarse allá, sino para reencontrarse con su pasado. En estas vacaciones de Semana Santa, con la solidaridad de muchos emprendieron el viaje para pisar esa tierra, para buscar sus huellas. Llegaron, sí. Lo que encontraron fueron algunos pedazos de bardas de lo que alguna vez fue la casa de sus abuelos. No encontró a ninguno de los suyos, aunque tenemos la certeza que, de la mano de ese joven bibliotecario y sus amigos, logró encontrarse a sí misma.
Y es así como, las acciones más mínimas hacen las más grandes historias.