Pocos momentos estelares de la música dejaron una impronta tan imperecedera, que a casi medio siglo de sucedidos, todavía resuenan, tal como los instrumentos que utilizaron los protagonistas en el escenario. Fueron los ya legendarios festivales en Monterey, en California, y Woodstock, en Nueva York, en los memorables veranos de 1967 y 1969, respectivamente, que sirvieron como altavoces de todo un movimiento contracultural, abiertamente revolucionario, una apuesta por el amor y la paz frente al capitalismo asesino y su industria bélica, amén de su hipocresía religiosa.
La industria de la guerra y sus adláteres financieros en Wall Street acusaron recibo y desplegaron la habitual propaganda para defender sus intereses: todos son hippies promotores de las drogas, la depravación sexual y, en suma, unos degenerados, peor que la regiomontana Alma Rosa González López, de 16 años, la célebre “encuerada de Avándaro”, en el Estado de México, que tanto escandalizó a la hipocresía oficial y social, según retratos de la prensa oficiosa y mocha de la época, hoy motivo de sorna.
Ante ello, se impone un breve ejercicio selectivo: del pacifismo asesino de los rijosos inversores belicistas (extendido a las masacres por presuntos motivos raciales sucedidas recientemente en Texas y un rosario de sanguinarios capítulos anteriores), al pacifismo del “Monterey Purple” (por la cantidad de LSD que se consumió y que, se dice, espoleó a Steve Jobs a imaginar e impulsar otras drogas como las tecnologías informáticas), me quedo con el segundo, sin dejar de censurar la estupidez a la que, sin duda, tiene derecho cada individuo.
En este sentido, suscribo nuevamente la gentil y provocadora iniciativa del periodista y “profesor” Eduardo Ibarra Aguirre, esa de considerar a la “Pendejez” como un derecho humano universal, con la única limitante de no ser ostentoso (ver sus “Remembranzas”).
Como ya se dijo en alguna ocasión, la propuesta de Ibarra Aguirre es una idea de vena erasmista que ofrece a la persona otra alternativa, una vía para practicar una religiosidad interior, conectada estrechamente con los motores del progreso, el talento, la esperanza y la mejora, como sostuvo ese guerrillero de la ironía que fue Robert Musil.
En otras palabras que resumen el intento de una vida mística, no se vale ser idiota y cargar el fusil al mismo tiempo, (por eso el tema es repelente en los altos círculos financieros y políticos, tanto en Estados Unidos como para prácticamente todo el mundo).
Puestos a escoger también entre el “Festival Internacional de Música Pop de Monterey”, que presenciaron unas 50 mil personas entre el 16 y el 18 de junio de 1967, y el “Festival de Música y Arte de Woodstock”, celebrado en una granja de Nueva York ante cerca de 500 mil hombres y mujeres, los días 15,16,17 y 18 de agosto de 1969, me quedo con los dos.
El primero, no sólo por la explosiva irrupción de Janis Joplin, la famosa “Bruja Cósmica”, y de Jimi Hendrix, sino por el mensaje de éste último al final de una actuación de no más de 45 minutos que elevó a esta ”fuerza de la naturaleza” (Eric Clapton y Jack Bruce, dixit, al hablar de la diferencia entre un maestro de la guitarra y lo que representaba Hendrix) a la constelación de las estrellas perpetuas: el empeño por fusionar las culturas de las naciones, empresa en la cual vale la pena el sacrificio de lo más importante para cada cual.
Por eso Hendrix “sacrificó” su guitarra (su elemento vital, una parte suya), incendiándola y estrellándola contra el templete, haciéndola añicos, en estampas que quedaron para la posteridad, más allá de la pirotecnia escénica de Jimi, la cual inspiró al también inmortal Freddie Mercury, según las memorias de éste (“Su vida contada por él mismo”, con prefacio de Jer Pulsara, madre de Freddie).
En el caso de Woodstock, nuevamente Hendrix fue quien reclamó, con su Fender Stratocaster, el belicismo de su país con una sublime interpretación del himno nacional de los Estados Unidos, llena de sonidos chirriantes, de ambulancias, explosiones, metralletas, en suma, una pieza que serviría como primer o segunda parte del apocalíptico “All Along The Watchtower”, que el ahora Nobel de Literatura Bob Dylan escribió, pero que no tuvo empacho en reconocer como propiedad de “Hendrix” (tal fue la pieza que recreó Jimi).
En la historia reciente no ha habido una revolución pacífica de largo alcance como esta propuesta musical que ofreció Woodstock, donde a medio siglo de distancia se siguen escuchando a los Joe Cocker, a los Who`s, a los Carlos Santana, a los Creedence Clearwater Revival, a los John Sebastian, a los Joan Báez, a las Janis Joplin, a los Nel Young´s, a los Johnny Winter y mucho más, con géneros musicales tan distintos como semejantes en sus propósitos, como blues rock, hard rock, rock sicodélico, jazz fusión y rock-latino.
Los capitalistas y al mismo tiempo practicantes de la peor hipocresía religiosa y social, fingieron demencia ante el mensaje: en vez de metralletas y armas de asalto, dar paso a las guitarras, a la música y las artes en general; sobre todo al amor, a una vida libre y de respeto por el entorno.
No obstante, hay que aceptar que en este sentido, Woodstock es el resumen del fracaso de las ideas humanistas (especialmente el amor y la paz) frente a la codicia capitalista por el dinero y la cultura de la muerte, con sus visiones imperiales y sus industrias financieras y bélicas, lamentablemente con miles de adeptos e impulsores de otros géneros musicales que nutren la rijosidad y la narcocultura asesinas.