Para cuando se avecina una contienda electoral, los diferentes partidos políticos preparan sus estrategias para lograr el mayor número de cargos de elección popular en disputa, para lo cual, eligen de entre sus cuadros a los más conocidos y con posibilidades de triunfo.
Con la preparación de las estrategias viene una gran cantidad de promesas, muchas de ellas de difícil realización, pero que representan una herramienta necesaria para ganar la atención y aceptación del prominente votante. De la misma forma se preparan frases que terminan siendo pegajosas.
Para cuando los resultados tardan en llegar, se utilizan distractores que parecen ser tomados de una receta muy antigua porque siempre son lo mismo, lo que quiere decir que el consumidor de la oferta de tanta promesa, el ciudadano, es poco exigente, más bien, es conformista o soñador.
Como en muchos aspectos de la vida, la oferta y la demanda se encuentran íntimamente ligadas inevitablemente, y en el caso de elegir a algún representante social, la oferta es pobre porque la demanda así lo es.
Nos encontramos con una sociedad envuelta en la esperanza que ha sido el arma predilecta de los que pasan por los diferentes cargos, y el pueblo que los elige se encuentra siempre con la necesidad de la llegada de un personaje que cambie su entorno como por arte de magia.
Las palabras van y vienen, se utilizan exclusivamente para encantar o distraer si es esa su finalidad, porque no logran aclarar completamente el panorama de los ciudadanos con hechos, quienes terminan por comprobar una y otra vez que una cosa es escuchar promesas y otra muy distinta verlas hechas realidad.
Con el paso del tiempo se desvela un distinto despertar, un nuevo objetivo ahora ocupa la atención del que se hizo del voto popular, encausar el proyecto previamente planeado para darle forma y legitimar su elección.
Pero siempre necesitará, por lo menos en los primeros años, de la aceptación de la población, por lo que tendrá que mantenerlos cautivos, y lo hará con palabras, y más promesas, demagogia pues, así como con la repartición de los múltiples programas sociales, que inevitablemente se convierten en limosna para ese publico ávido por seguir al nuevo líder. Los nombres cambian, las estrategias son las mismas.
Ahora bien, se habla en este sexenio de un gran cambio, de un nuevo régimen, pero lo hacen como si fuera un descubrimiento que nadie más en la vida ha conocido, como si en verdad fuera distinto, cuando se trata de ideas viejas, apoyadas en laboratorios añejos, tan añejos que la historia ha dado cuenta de su desenlace.
La razón de su fracaso puede estar enfrente, pero si no se quiere ver, simplemente no se verá, el ejercicio no es nuevo, la lucha por el poder tampoco lo es, como tampoco lo es el hecho de tener que adormecer a toda una nación con la idea de que, de la mano de un virtuoso todo saldrá bien, sin querer ver que sólo es mediante el esfuerzo propio, familiar o de su comunidad como las cosas cambiarán, son muchos los lugares en donde los beneficios sociales llegan, pero no cambian el panorama, los mantienen en la misma miseria.
La respuesta es de lo más sencillo, el político necesita de los pobres para apoyar sus discursos, y entregar sus dádivas disfrazadas de apoyos sociales, el nombre del programa es lo de menos, pasan los diferentes gobernantes del partido que sea y no hay forma de ver que el panorama cambie, porque necesita de ellos que se traducen en votos, y cada uno cuenta.
Ahora, si se tratara de un apoyo desinteresado, tendría que excluirse el voto de quienes reciben algún beneficio de un programa social de las elecciones, para ser congruentes.
El nuevo gobierno encabezado por Andrés Manuel López Obrador entiende que está perdiendo el rumbo, aunque no lo acepte, es lo de menos, lo que sí le debe importar es que la gente buena del pueblo no exige, como no lo ha hecho por muchos años, ese supuesto enfrentamiento de un pasado de treinta y seis años acusando a un modelo que él se inventó, es para ocultar sus intenciones, elegir al enemigo, ahora que ese enemigo ha brillado por su ausencia porque están moralmente derrotados, hace boxeo de sombra, y como tampoco eso le llena, tiene que buscar los distractores, y para un pueblo como el mexicano, es tarea fácil, los dichos, los apodos, son el entretenimiento.
Tenemos a un comediante al frente de una nación que entretiene a su pueblo todos los días, para que no reclame lo que sucede en consecuencia de las malas decisiones que ha tomado. Seguridad y economía deberían estar al frente de sus prioridades, pero el mandatario prefiere poner apodos, “comandante borolas”, o hablar con simpleza “al carajo con la delincuencia, fúchila, guácala”, buscando siempre el aplauso fácil, qué ridículo.
El pueblo tiene el gobierno que merece, y mientras los delincuentes no se tocan ni con el pétalo de una rosa, que alguna razón debe tener, presume que los adversarios se encuentran moralmente acabados, y ya sea que hable del gasto que el ex presidente Peña hizo por la compra de papel higiénico, o por una cámara de big brother, pero lo importante, no existe.
Razones no hay, ejercicio de la fuerza de las que debe hacer uso el ejercito tampoco, y mientras los habitantes de este país vemos con horror los miles de muertos, de desaparecidos, de feminicidios, de secuestros, de robo a mano armada y a plena luz del día, el presidente de esta nación dice “feúcha, guácala”, para divertirse.
En qué trampa surreal se encuentra atrapada una comunidad que por años permite a los gobernantes burlas, saqueos, indiferencia, el único eslabón que puede hacer frente a la clase política es el propio pueblo, hasta que comprenda que la división solo fortalece a quien abusa de los cautos, hasta que la sociedad exija y se de cuenta que unidos pondrán las cosas en su lugar, un México diferente será cuando no se espere todo del gobierno, sino que imponga al gobierno las medidas necesarias para cumplir para hacer lo que se le encargó a través del voto.