Los estudiosos neutrales de la economía hace tiempo que llegaron a la conclusión, feliz o infeliz según las antiparras ideológicas o chamánicas y que para el tema que nos ocupa son lo mismo: ningún artificio de magia puede sobrevivir demasiado a una serie ininterrumpida de fracasos, menos si éstos son de propia confección.
De esa manera, aunque encubierto por aparentemente infranqueables cortinas de acero, el llamado “socialismo realmente existente” vio derrumbarse sus templos y muros, de la misma manera que el espíritu precapitalista demostró que su comportamiento no fue menos propenso a la rapiña que la supuesta racionalidad del capitalista moderno.
A lo anterior hay que sumar las fórmulas místicas, metafísicas y hasta de carácter galáctico-religioso que le hicieron creer que con sólo invocar extremidades invisibles era posible remediar fraudes o estafas (“el mercado -los inversionistas- está haciendo lo que mejor sabe: autorregularse”, por ejemplo), o peor, que con ellas se podía gobernar a su propia irracionalidad.
Como han referido varios analistas del problema, ya puestas en práctica tales fórmulas no sólo derivaron en manifiestos fracasos operativos, sino que toda su narrativa (antes “discurso”, según la jerga política y académica pasada de moda) topó con la terquedad de los hechos, regresando incluso a etapas de la historia supuestamente superadas.
En este sentido y a manera de guisa: ¿cómo era la vida precapitalista? Al decir de los investigadores, no había espacios para logros que dieran oportunidad de eliminar las barreras sociales y todo el dominio estaba en manos de una sola clase: la de los señores feudales, así hoy la mal llamada “meritocracia”, esa que supone valores asociados a la capacidad individual o al espíritu competitivo (innovación, creatividad, ahorro, etc.), un eufemismo del peor darvinismo social, coartada de agandalles y trastupijes.
Ya antes, para superar condiciones de opresión por parte del ser humano contra otros seres humanos, se registró el obligado paso del “Estado de Naturaleza”, propio de sociedades salvajes, al “Estado Civil”, esto es, que se creó al gobierno como un instrumento por dejar atrás fenómenos de explotación y de esclavismo, caracterizados éstos por la concentración de la propiedad privada, y en consecuencia, el agandalle de la riqueza por parte de unos cuantos.
Ante la desigualdad creciente, flagelo de nuestra era, no es posible continuar entonando las mismas fórmulas, entre esotéricas y de ficción, así sea con intenciones contrarias a la propia religión vigente.
Porque a la amoral ficción de las recetas que hicieron posible la devastación social y económica, y con ella a la democracia y a las “instituciones” que rabiosamente hoy se dicen defender, se tendrán que dar los pasos para combatirla y atemperarla, para lo cual se requieren acciones más institucionales que morales (dicho esto a propósito del libro del presidente Andrés Manuel López Obrador).
Ello porque los presuntos demócratas creen que es posible una democracia sin violencia y en paz entre desiguales; son falsos optimistas que confían en una vida en armonía entre unos que concentran casi todo y otros que lo sufren casi todo, y que buscan justificar que “riqueza y miseria” son extremos “inevitables” de la “nueva justicia social”, misma que hay que contemplar con resignación, sin apenas alterar nada.
Esa es la polarización (la del “1 por ciento” contra el resto “99 por ciento”, real), de la que los gurús, agoreros del desastre y pronosticadores de plagas bíblicas no hablan, fingiendo ignorar la creciente hostilidad social, prohijada por el mismo “status quo” que tanto defienden, y para la cual sólo se distribuyen “kit de sobrevivencia” a manera de compensaciones sociales, paliativos contra el descontento que, ya se sabe, son producto de los humores del momento (o sexenio).
Muchas preguntas, pues, siguen en el aire: además de la “moral”, ¿qué alternativas se tienen, por ejemplo, para hacer frente al canon que sataniza la regulación estatal en las actividades financieras? (uno de los factores más perniciosos que dio origen a ese engendro llamado “Fobaproa-Ipab”, del cual se han pagado 700 mil millones de pesos desde que se socializó el timo en 1998, y del que se adeudan todavía 900 mil millones de pesos; además, está la deuda de más de 10 billones de pesos, en buena medida justo por esa amoralidad que ha dado manga ancha a la especulación.).
¿Qué hay para contrarrestar la “flexibilidad laboral” y el esquema de las temibles outsourcings que ha dejado sin protección social a millones de trabajadores?, ¿qué con los ahorros de trabajadores que, mediante las depredadoras Afores, ven cómo su dinero es utilizado por el rentismo especulador y canalizado a proyectos más privados que públicos, como Carlos Slim con el NAIM del ex Lago de Texcoco?
Según estudios, México ocupa el quinto lugar en la industria de la subcontratación (‘outsourcing’) en América Latina; sólo 100 empresas cuentan con registro ante el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) y de éstas 40 por ciento paga impuestos. Entre 2.4 y 4 millones de trabajadores están bajo el esquema de subcontratación.
Como ese, muchos otros rubros presentan preguntas que deben responderse no con “nubes” de superioridad moral, acompañadas de la respectiva condena, sino del diseño de políticas de Estado y económicas que vayan más allá de los citados “kits de sobrevivencia”.