La relación profesional con él comenzó en el año 2015. Yo había asistido a una sesión de trabajo que él presidía. A la mitad de la jornada me tocó exponer un tema. Me llamó la atención que, con todo su camino andado, se mantuviera dispuesto a escuchar. Al final de ese primer encuentro, me dijo afablemente que agradecía mi colaboración. Así se conducía, bienhablado y de trato cortés, el Maestro Ignacio Pichardo Pagaza.
Pasado algún tiempo, comenzamos a charlar de vez en vez; casi siempre en su cubículo de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UAEMéx, previo acuerdo para coincidir. Comenzamos a dialogar acerca de nuestros respectivos temas de investigación. Entonces me contó sus pesquisas para avanzar en la biografía que él titularía: “Yo soy Joaquín Arcadio Pagaza”. Un libro que vería la luz a principios del año 2019.
Dentro de ese rosario de pláticas, un día llegamos al tema del cine. En medio de sorbos de café, fuimos saltando de Bergman a Welles; de Hitchcock a Scorsese; de Kubrick a Spielberg; de Korosawa a Buñuel o, de Rossellini a Coppola. Varias veces intercambiamos puntos de vista acerca de Pedro Almodóvar, debido a mis filias con temas de la diversidad sexual.
Desmenuzamos algunas películas de Luis Buñuel: Viridiana, Ensayo de un crimen, Tristana y, Ese obscuro objeto del deseo. Por otros motivos vino a colación Fanny y Alexander, del cineasta sueco Bergman. Por las cuatro esquinas comentamos el filme Intermezzo, dirigida por Gregory Ratoff, con actuaciones espléndidas de Ingrid Bergman y Leslie Howard.
Ávido lector, otra de sus pasiones era la historia universal. Jamás mostró un ápice de extravío o de confusión. Su conversación era amena, siempre hilvanada con altas dosis de su valiosa experiencia y, como hombre que había dedicado casi toda su vida profesional a la política, aderezaba distintos temas con episodios que le habían tocado vivir.
Un buen día, con profunda satisfacción para mi, me preguntó: --Oye, ¿por qué me hablas de usted? Pues… es lo apropiado, alcancé a responder. Nada, me dijo; nos tenemos que hablar de tú. Así que, de aquí en adelante Luis Alfonso, por favor, por mi nombre; me llamo Ignacio. Al siguiente minuto, con comodidad y calidez, el tuteo fluyó en la maravillosa eternidad de cada presente donde coincidíamos.
Con generosidad y sin asomo de prisa ni de regateos en asuntos confidenciales, me compartió sus experiencias como Embajador en Países Bajos y, su efímera estancia como Embajador en España. Como lo saben algunas personas, a él le habría encantado permanecer en la Madre Patria, con ese cargo diplomático. La disciplina partidista le forzó a retornar a México.
Como en otras ocasiones, habíamos quedado en desayunar a las 9:00 horas en nuestro sitio favorito. Era un hombre puntual. Cuando llegó, le pregunté si estaba bien, en tanto por vez primera había demorado diez minutos. Estoy bien, me dijo; bueno, no del todo; algo me cayó mal y tengo un poco revuelto el estómago. Entonces le propuse que dejáramos nuestro encuentro para otra ocasión. Por supuesto que no, me replicó de inmediato; pediré algo ligero y un té me vendrá bien.
En otro momento de aquel desayuno, con cuidado le pregunté cómo se sentía. Entonces me dijo: Tengo una enfermedad terminal, muy típica porque tiene todo tipo de metástasis; por supuesto, nada se puede hacer: se llama Vejez. Enseguida soltó una cálida sonrisa, rebosada de inequívoco sentido del humor. Así era Don Ignacio Pichardo Pagaza.
Una mañana, como grata apertura de un té y de mi espresso, me obsequió uno de sus libros. Lleva por título: “Triunfos y traiciones, crónica personal 1994”. Le comenté, en cuanto lo termine nos vemos para desayunar y comentarlo. Así fue un mes más tarde, en nuestro habitual sitio matutino. Él fue pródigo al responder mis preguntas e hilamos otros ángulos de aquellos años difíciles. Como toda buena charla, terminamos hablando de la película Roma (la Colonia Roma) de Alfonso Cuarón.
Habíamos quedado que en una de nuestras siguientes citas, el coloquio sería en torno uno de los libros de Simone de Beauvoir, titulado “La Vejez”. Dos o tres meses atrás se lo había obsequiado porque aquella ocasión de su indisposición estomacal, seguimos comentando sobre ese tema existencial. Luego me confesaría que iba un poco retrasado con esa lectura porque a su esposa Julieta le había interesado ese texto y, que ella lo estaba leyendo.
Ahí, en ese texto, Beauvoir nos recuerda que Montesquieu dijo: ¡Desventurada condición de los hombres! ¡Apenas el espíritu ha llegado al punto de madurez, el cuerpo comienza a debilitarse. Y, también cita a Delacroix, quien anotó en su diario: “Ese desacuerdo singular entre la fuerza del espíritu que viene con la edad y el debilitamiento del cuerpo que es también su consecuencia, me sorprende siempre y me parece una contradicción en los decretos de la naturaleza.”
La estela que dejó Don Ignacio Pichardo Pagaza, como político, embajador, estudioso de la administración pública y como un apasionado en asuntos de medio ambiente, está por demás acreditada.
A la edad de 84 años, en plenitud de facultades, lúcido y con asombrosa conciencia del tiempo que le quedaba, Ignacio Pichardo Pagaza dejó de existir. Mientras yo viva, seguiré atesorando nuestros diálogos; tuve la fortuna de tratar a un ser humano cuya calidad, experiencia, cultura y calidez iluminaron la eternidad de aquellos presentes. Hasta siempre, Ignacio.