En estos días de pandemia y recapacitando sobre la vida, en un acto de reflexión filosófica, de esos que suelen surgir en momentos de encierro y soledad, me he puesto a pensar que sucedería si la naturaleza tuviera la oportunidad de enjuiciar a los seres humanos y su comportamiento hasta el momento. En un juicio sumario y con todas las pruebas en contra, la humanidad se iría seguramente a la pena más severa que puede existir, la extinción.
Dramática y dura verdad. Alguna vez se han puesto a analizar, estimados lectores, ¿cuáles son los actos más ruines que una persona puede cometer en contra de otra, y cuáles son esos agravios que difícilmente son perdonados? Seguramente sí, pues si los trasladamos al trato que hemos dado a nuestra Tierra y lo que nos da para sobrevivir, serían también los más ruines, compararíamos el robo con el saqueo de nuestros bosques; el secuestro con el uso indebido de los mares y la tala clandestina; así como las lesiones con los incendios forestales y el cambio de uso del suelo ilegal. ¿Qué hay del homicidio?, ese no hay que compararlo, ese lo cometen quienes extinguen sin razón miles y miles de especies de la flora y la fauna en todo el mundo. Así podríamos comparar toda la gama de tipos penales que el mismo hombre ha creado para proteger sus derechos, con las acciones que todos los días realizamos en contra de nuestro planeta y sus recursos.
Por eso, en esta reflexión, fuera de un contexto económico y modernista, me puse a pensar qué sucedería si la naturaleza nos llevara a juicio y en su gran sabiduría nos sentenciara, como un juez, sin ningún miramiento.
La vida moderna y el trajinar diario, no nos deja, en muchas ocasiones, pensar en este daño que hacemos al medio ambiente; nosotros seguimos pensando que es injusto que se inunden las ciudades que fundamos en lechos de lagos y márgenes de ríos; que es también injusto que nuestras casas se llenen de agua en épocas de lluvia porque los desagües y coladeras están tapadas por la basura que todos los días tiramos sin cuidado; que nuestros ranchos o pueblos peligren por los incendios forestales que nosotros mismos provocamos; que las poblaciones en las bases de los cerros y montañas sean atrapadas por aludes de tierra provocados por la tala inmoderada; que nos enfermemos del sistema respiratorio por vivir en grandes metrópolis contaminadas por nosotros mismos y que surjan pandemias por la insalubridad en la que sobrevivimos, o peor, por la investigación sin control que muchos países realizan; entonces nos convertimos en víctimas y la naturaleza en un delincuente que nos ataca sin piedad.
En mi última reflexión, y con la circunstancia de que el viernes pasado fue el Día Mundial del Medio Ambiente y el lunes el Día Mundial de los Océanos, con el alma empequeñecida de pena me dije: “creo que lo único que nos queda es pedir perdón a la naturaleza y aceptar la sentencia y el castigo o como seres con dignidad buscar verdaderamente una reivindicación revirtiendo dentro de lo posible el daño que hemos hecho”.
Por cierto: Un fuerte abrazo y pésame a nuestros amigos de Protección Civil de la UAEMex por la irreparable pérdida del Dr. Ángel Gómez Olguín quien fue miembro muy importante de su corporación y la pandemia se los quitó.