Alguna vez dijo el escritor Gonzalo Celorio que, si el austriaco Franz Kafka hubiera nacido en México, hubiera sido catalogado como un autor costumbrista; es decir sus obras existencialistas, surrealistas y antiburocráticas que lo convirtieron en un referente obligado de la literatura universal, dentro del contexto mexicano hubiesen figurado como parte de un natural paisaje de nuestra idiosincrasia. Traigo este pasaje a colación, porque estoy convencido que lo más surrealista que tenemos como mexicanos son las enormes contrariedades culturales, como lo ilustran nuestras actitudes frente a la muerte.
Presumimos ser una sociedad de culto a la muerte, a la cual decimos tratar con respeto, a la vez que nos burlamos de ella. La asimilamos con preocupación y tristeza, pero la celebramos magna y coloridamente cada año. Somos una sociedad devota ante la muerte, pero con una creciente abyección a nombrarla. Así de contradictorios somos los mexicanos.
Decidimos nombrar a la muerte con humildad, como pidiéndole permiso de hacer algarabía de ella durante un par de semanas de octubre y noviembre, pero procedemos a censurar el vocablo de nuestros labios durante el resto del año. Solo es válido poetizar su significado a través de chuscas calaveritas dedicadas con nombre y apellido para los vivos durante los días referidos; sin embargo, le rehuimos a su significado literal en las conversaciones cotidianas. Suponemos que, al no nombrarla, evitamos invocarla.
No obstante, la muerte con su guadaña ahí está. Impávida esperando con paciencia. Estoica rondando nuestros desiertos. A veces inmóvil, a veces despierta. La huesuda incierta, blanca calaca indeseada. Llorona pachona, fría y parca.
De aquí que escribir sobre la muerte podría parecer un sinsentido, una insensatez, una desviación literaria poco prudente y temeraria. Del baúl de los recuerdos comparto con ustedes los dos párrafos siguientes escritos durante mi adolescencia.
Muerte, que al creer que somos muchos nos conduces al ocaso en esa cruel mañana. Que sin querer nos olvidas entre los gritos y llantos de aquella horrible maraña. Que con miedo en los labios sollozas que un día existimos. Que a veces nos recuerdas como algo que nunca fuimos, a lo cual nunca quisimos, que nunca perdonaremos, de lo cual no conocemos.
Muerte, somos tus mercenarios, tus rehenes, tus esclavos, y sin darnos nunca cuenta, somos aún tus allegados. Como amantes somos fieles y como amigos muy leales. ¿En dónde estás? ¿Por dónde habrías de empezar? Si le temo a un terminar, es mejor nunca encontrarte. O bien, pensar que el tiempo es mi aliado, sabiendo que busco vida, nunca desear conocerte…
Casi dos décadas más tarde, deseo abordar de forma breve el tema de la muerte a través de esta columna. Hoy como un tributo a quienes ya no están, a quienes caminaron o nos fueron arrebatados. ¿Por qué en este momento? ¿Por qué en fechas de familia, de paz, buenos deseos? Por eso, porque no estamos completos, nos faltan muchas y muchos y nos da temor sentirnos tan vulnerables. Aunque somos un país acostumbrado a la muerte, a escucharla con cotidianidad y peor aún verla con “normalidad”, irónicamente la ocultamos y la pasamos por alto mientras le suceda a extraños, como queriendo ahuyentarla.
Sin embargo, de acuerdo con datos del Instituto Nacional de Salud Pública, los mexicanos somos corresponsables de la muerte, pues las principales causas de defunción en México son enfermedades del corazón y diabetes, aportando uno de cada tres decesos por estos padecimientos. Los virus de la inseguridad y el feminicidio también son un cáncer que arrebata vidas de inocentes y desventajados sociales, término que no abordaré en esta columna, pero que es parte importante de nuestra realidad social y que se ha abordado cotidianamente con insensibilidad.
A eso sumémosle que durante todo un año ha habitado entre nosotros el Covid-19, como un fenómeno darwinista que nos vino a recordar lo frágil que somos como humanidad, lo expuestos que estamos ante lo desconocido y la importancia de volver a la ciencia como promotora neoliberal de la salvaguarda social.
Hoy la muerte ronda nuestras calles, nuestros pasillos, nuestros entornos. Nos asusta y nos obliga a respetarla viéndola a través de la ventana. La muerte tan democrática mantiene en vilo al mundo. Hoy la muerte nos ha arrebatado a primos y primas, padres, abuelos y abuelas, amigos y amigas, y peor aún, se ha llevado a hijos e hijas, que, por significar una contrariedad humana, no deberían ser enterrados por sus padres.
Por ellos, por quienes ya no están, abracemos su alma, hagamos una plegaria y disfrutemos de la vida por quienes aquí seguimos. Reconciliémonos con la muerte más allá del Día de Muertos, veámosla con naturalidad, sin necesidad de tentarla de cerca. Aprendamos a despedirnos, más allá de los sentimientos naturales que profundizan nuestra tristeza. Hagamos las pases con el tiempo que nos quedaron a deber los hoy ausentes y guardemos sus sonrisas cálidas y los recuerdos latentes que siempre nos cubrirán.
No seamos estupefactos ante una realidad anacrónica que nos obliga a adaptarnos a la nueva normalidad. Seamos empáticos y solidarios con quienes han perdido a alguien y abracemos a la distancia a todos los vivos que añoramos, porque el alma en los trayectos recibe estos cariños. Salud y prosperidad para todas y todos.