A los policías caídos en cumplimiento de su deber y a los miles de ciudadanos que perdieron la vida a causa de la violencia sistemática que prevalece en México.
Luego de que el pasado 18 de marzo, un convoy de policías fue emboscado por un grupo de la delincuencia organizada en la zona de Llano Grande, del municipio de Coatepec Harinas, en el Estado de México, y después de la condena pública por este acto deleznable de barbarie, hemos volteado la mirada hacia los cuerpos policiacos, que en diferentes episodios han sido víctimas de motivos, medios y fines inciertos, por parte de sujetos que más allá de su poder manifiesto y del acto en sí, contravienen el valor mismo de la vida, no solo en la zona, sino de todos los ciudadanos de la entidad y del país entero. Lo que también nos obliga a lanzar una mirada a la dura realidad cotidiana.
Como sociólogo y aun más como persona, debo decir que este sentimiento es terrible. El ambiente en el que sobrevivimos en México es muy grave. Las condiciones sociales, económicas, políticas y de seguridad, son verdaderamente preocupantes. No hay cabida a la protesta, a la inconformidad; no hay lugar para la plena libertad. Vivimos en un país sin ley que cotidianamente se desgasta y nos arrastra a un espacio de incertidumbre y frustración. Nos asecha la muerte a cada instante. Me duele el dolor de quienes padecen en carne propia la tragedia, me duele pensar que tú, o que yo, en cualquier momento podemos pasar a ser parte de las víctimas y engrosar las listas de desaparecidos o muertos que a diario se convierten en un número más de las estadísticas.
Me duele la dolorosa angustia. Duele la pasividad y el desasosiego que causa no ver un horizonte prometedor, ¡porque no estamos bien!, nadie en este país está bien, no ocultemos la realidad; no finjamos que mientras no sepamos de alguien cercano secuestrado, asesinado o encarcelado injustamente, la violencia no existe. Es agobiante ojear el periódico para darte cuenta que todo se resume en tragedia, es entristecedor que haya quienes piensen en una idílica nación, que va por buen rumbo; es peor saber que sabemos que todo se lo está llevando el demonio y no hacemos nada.
Basta de la conformidad, del silencio, alza la voz; basta de la costumbre de agachar la cabeza y decir que en México no pasa nada. El mundo está volteando hacia nosotros, se percibe en el orbe que los ríos de sangre nos inundan, que podemos en un instante dejar de tener nombre e identidad, que al hablar una bala nos pude silenciar, que alzar la voz es un pasaporte al infierno. México se está convirtiendo en una fosa de interminable fondo, en México no hay estado de derecho, no hay legalidad ni justicia, en México reina la violencia y la impunidad.
Las víctimas de la violencia desaforadamente, no son solo los miembros de instituciones de seguridad, y por su labor es una pena lo que acontece en algunos de sus operativos; hay además víctimas de una política de pasividad que no ha sido capaz de contener los embates de grupos del crimen (más) organizado, que silenciosa y a veces como esta vez, con todo el ruido posible y a la vista de todos, muestran un poderío que siembra miedo y desesperanza en todos los ciudadanos.
Duele la realidad de una sociedad deshumanizada y frágil que se descompone entre la autodestrucción.