El Príncipe como figura mítica gobernante, que definió el célebre Maquiavelo hace casi cinco siglos como modelo a seguir, ha encarnado durante el Siglo XX en la institución presidencial mexicana. Y tras ser prohibida la reelección del Presidente, ha gobernado con recambios personales sexenales, en combinación con la figura del Partido hegemónico (desde el nacimiento del PNR en 1929, su cambio de nombre a PRM en 1938 y su actual denominación de PRI a partir de 1946), adelantándose a Gramsci, que proponía en 1932 gobernar con el Partido como Príncipe Moderno.
Este bicéfalo Príncipe mexicano mantuvo la representación de nuestra sociedad, en cuya conformación histórica participaron tanto las clases privilegiadas como las clases subalternas. La figura presidencial encarnó un vínculo de mando-obediencia recreado en relaciones de protección y lealtad, tanto con las masas como con las élites.
Esta configuración histórica del Estado mexicano está perdiendo vigencia en este Siglo XXI, desde que el PRI perdió la Presidencia en el año 2000, redefiniéndose algunas de las relaciones que caracterizaron su forma de gobernar.
Sin embargo, el poder del “Presidencialismo” no acabó, sino sólo se fragmentó, como señala la politóloga profesora-investigadora de la Universidad Autónoma Metropolitana de Xochimilco, la Doctora Rhina Roux, en su ensayo “El Príncipe fragmentado, México: despojo, violencia y mandos” (2008), actualización de su libro publicado en 2005: “El Príncipe mexicano. Subalternidad, Historia y Estado” (México: Ediciones Era).
Entre los resultados de este proceso social, que supuso el reemplazo de 2000 a 2012 del régimen hegemónico del PRI por un nuevo sistema de partidos, elecciones y alternancias, se dio una intensificación de problemas y conflictos arcaicos del poder renovado de los caciques, las incontrolables mafias del narcotráfico, la opacidad electoral, la inseguridad cotidiana, la ausencia de ley, la impunidad y una corrupción galopante.
Desde la crisis de 1982, y más intensamente desde la entrada acelerada del país en la globalización, se han ido debilitando los fundamentos de esa gobernabilidad.
A la insubordinación de algunos pueblos indígenas en 1994 se ha agregado en este cambio de siglo la intensificación de los flujos de los migrantes mexicanos y los latinoamericanos que buscan llegar a Estados Unidos.
Vemos ahora en cierta medida la fragmentación del territorio nacional en algunos enclaves territoriales controlados por cacicazgos políticos y bandas del narcotráfico.
Se da el resurgimiento de la iglesia Católica como un poder autónomo, con capacidad de intervención en la esfera pública (incluidas políticas de salud pública y educación).
Para contrarrestar el lado obscuro de la globalización se han intentado varias reformas estructurales.
Recientemente se ha autorizado legalmente la conversión del Ejército de institución encargada de salvaguardar la soberanía estatal, en una suerte de policía nacional adiestrada en la regulación del narcotráfico.
Se intenta, mediante reformas legales, frenar la erosión del sistema de educación pública en todos sus niveles. Se busca detener el declive de los recursos energéticos de la Nación, mediante la participación del sector privado nacional y extranjero.
Así, en lo que va de este siglo se recomponen las reglas y equilibrios que habían garantizado cohesión y legitimidad de un orden político: a los pactos no escritos de sujeción y lealtad entre gobernantes y gobernados, los reemplazan los pactos escritos entre partidos políticos; se renuevan las reglas de traspaso pacífico y ordenado del mando; los mecanismos para disciplinar a la élite gobernante y del ejército; los rituales, lealtades y secrecías del poder; los equilibrios y desequilibrios con Estados Unidos.
Esta gran transformación en marcha es un proceso abierto, cuyo desenlace no está garantizado de antemano, ni para bien ni para mal.
(Febrero-2018)