En el 2018 más de treinta millones de mexicanos obsequiaron un envidiado triunfo al presidente Andrés López Obrador; muchos de ellos, que al día de hoy se dicen arrepentidos, no prestaban oídos, aún con evidencias, del riesgo que significaba darle todo el poder al nuevo titular del ejecutivo.
La incredulidad de que se presentara un gobierno similar a los de los años setentas, ochentas, o incluso, anteriores, se repetía en personas que hablaban de un hartazgo del PRI y una lamentable decepción del PAN, por lo que hicieron oídos sordos, a pesar de la propuesta que recomendaba votar para presidente por quien ya lo habían determinado, pero no ponerle en charola de plata el Congreso.
A pesar de que el partido, hoy dominante, no logró la mayoría que después se adjudicó, no le alcanzó para llevar a cabo las reformas constitucionales que interesan a López Obrador; los reveses que recibieron ante el poder judicial se los impidió, toda vez que ese otro poder, interpretó el sentido de la Constitución con argumentos sólidos.
La condición favorable que acompañó al presidente en todo su sexenio, solo se vio limitada con los resultados del 2021, año en el que aun conquistando gubernaturas importantes, el tabasqueño, aún no cuenta con los votos suficientes para llevar a cabo “sus” reformas, que, de acuerdo a expertos, representan una regresión en el tiempo, irreparable.
La Suprema Corte de Justicia de la Nación mantuvo más o menos a raya al titular del ejecutivo federal, único dueño del balón, porque el Congreso de la Unión está constituido, en su mayoría, por congresistas que obedecen a ciegas las indicaciones de aquél, por eso, no le quitaron o le movieron una sola coma a sus iniciativas.
Así, sin el menor rubor, entregados todos: morenistas y aliados, se volvieron terriblemente radicales, no dando la menor posibilidad de diálogo a la oposición. Con su mayoría, hicieron lo que se les pidió, ni siquiera con propuestas propias, todo fue dictado desde palacio nacional. Con ello, la existencia del Congreso se redujo a una lamentable oficialía de partes.
Los representantes de las minorías pudieron discutir, alegar, pelearse, señalar o acusar, pero nada afectó la indicación, ya que no se puede influir en el resultado si no se cuenta con los suficientes parlamentarios para revertir una mala decisión, peor aún, de un solo personaje; no obstante, la composición del nuevo Congreso y Estados, deja las cosas en peores condiciones para la oposición y ciudadanía bien informada que pueda evitar la destrucción democrática y conquistar un mejor porvenir para los mexicanos.
La nueva presidente electa, Claudia Sheinbaum, ha dejado ver que acepta a la oposición, pero acentúa en la condición de que puede estar ahí, pero no marcar diferencia; es decir, puede existir, pueden discutir, incluso romperse las vestiduras, pero nada que haga o diga, hará diferencia alguna de sus determinaciones. Lo mismo afirmó Ricardo Monreal, eventual líder morenista en la Cámara de Diputados, hoy convertido en un lastre radical. Declaró que, con respecto a las reformas del Poder Judicial, podrán intervenir y, que iban a ser escuchados (al referirse a los opositores), pero el fondo o la base de todo, de que los Ministros serán elegidos por voto popular, no cambiará.
Entonces, ¿de qué demonios sirven las pláticas, foros o parlamentos abiertos para supuestamente escuchar, incluso a los jueces? Las formas lo dicen todo; el aún mandatario no recibió a la ministra presidente de ese poder, Norma Piña, para dialogar, y Sheinbaum, ya dijo que no ve el caso de hacerlo.
Lo que pretende hacer Morena, es acabar con la democracia a través del mecanismo conocido como Golpe de Estado blando (lawfare: desestabilización o derrocamiento del gobierno, realizada mediante mecanismos aparentemente legales), al desaparecer al único poder que no posee el oriundo de Macuspana, ya que, es un engaño eso de que el poder legislativo (inexistente para lo que debería ser) sea independiente (no lo es). Y ahora, con la anunciada reforma, con visos de venganza y control, se fundirán los poderes en un solo hombre. Porque habrá qué responder a la pregunta: ¿quién va a gobernar?
Los votantes entregados al amor que presume López Obrador le tienen, como lo demostraron con los otros datos de encuestadoras oficialistas, girará en torno a lo que ya se decidió; por eso, es falso que vayan a tomar en cuenta a opositores y especialistas; eso, no es democracia (te escucho, pero solo eso). Un sondeo llevado a cabo en una plataforma social a diferentes personas que caminaban en la calle, respecto de que si conocen cuales son los poderes de la Unión, dejó en evidencia que el desconocimiento de su composición es monumental. ¿Cómo entonces, puede ese pueblo desinformado y con diez kilos de ignorancia, elegir sobre el único poder que hace contra peso a quienes los mueve solo el interés personal y de grupo?
Así camina la desmocratización en México, a la vista de todos; López Obrador ha venido tejiendo su deseo, con un impulso que debió dedicar a la construcción de un mejor país, y lo hará frente a todo el pueblo de México. Está acabando con la incipiente democracia, y ¿quién hace algo? Los líderes de los partidos opositores únicamente se resguardaron con el beneficio de cargos, sin siquiera golpear el calcetín.
Marko Cortés y “amlito” Moreno, impresentables supuestos líderes opositores, aseguraron su futuro, que, para el pueblo, será incierto. Lo infumable es escuchar la defensa que Moreno hace de su intento de perpetuidad en el cargo de presidente nacional del PRI; de risa lo que declaró a José Cárdenas de Radio Fórmula: “son otros tiempos”. Claro que lo son, se hace la “vístima”, insulta con descaro y se cree el paladín de la democracia.
Las instituciones construidas con esfuerzo, lucha y determinación enfrentando al gobierno en favor de la sociedad, lograron más o menos limitar la ambición del poderoso, pero cayeron y seguirán cayendo como naipes en la mesa con el soplido de un personaje en un solo sexenio. “Al diablo con sus instituciones”, y sí, así parece terminará sucediendo. Sentados, podrán ver mejor cómo se desvanece lo que fue el principio de una democracia, en la que podía conquistar el poder quien convenciera al votante. Ahora, por soberbios, no les quedará más que observar.