Por mucho tiempo, en la época dorada del viejo partido hegemónico de México, el Partido Revolucionario Institucional (PRI), acarreó una queja constante de la oposición; la de exigir a ese instituto transparencia en las elecciones, ya que no fueron pocas las ocasiones en las que se descubrió que, aprovechándose de su condición y para garantizar triunfos contundentes con el objetivo de conservar el poder, hacían votar hasta los muertos.
Fueron años de lucha, la insistencia por lograr instituciones independientes del manejo de la administración en turno, con el propósito de evitar en todo lo posible que siguieran manipulado a su antojo las elecciones, ya que se advirtió que bajo ese control gubernamental era materialmente imposible que se les pudiera arrebatar alguna posición importante, si tan solo se respetara el sufragio efectivo de los ciudadanos.
Los episodios de confrontación se repitieron una y otra vez, logrando muy poco o nada de ésta; parecía eterna la estadía del partido que todo lo tenía, pues dominaba con trampas el contexto electoral, peor aún, con cinismo pedían aceptar como si de verdad se tratara de una democracia, se les reconocieran esos “triunfos”.
Después de mucho desgaste, de enfrentamientos, sudor y sangre, y ante la apertura de México hacia el mundo, a los hoy satanizados neoliberales les tocó abrir la incipiente estructura de la democracia en tierra azteca, antes impensada y lejana; adquirió su mejor impulso en el sexenio de Ernesto Zedillo Ponce de León, quien por cierto tampoco tenía para dónde hacerse, las circunstancias venían empujando la alternancia en el gobierno desde años atrás.
Así fue como llegó el Partido Acción Nacional (PAN) a ocupar la titularidad de la administración federal, bajo el mando de Vicente Fox Quesada, además de que el partido azul rompió hegemonía priista en diferentes frentes; logrando con ello, darle sentido a la posibilidad de realizar un sufragio libre.
Lo anterior, representó un verdadero triunfo ciudadano, ya que abrió la puerta para poder decidir quién debía gobernar; y en su caso, a quien habría de castigar con el voto en contra, por no cumplir compromisos, o no estar a la altura de las exigencias y problemas del país.
Bajo esas circunstancias, el PAN repitió en la presidencia en el 2006 con Felipe Calderón Hinojosa; no obstante, el margen no fue por una gran diferencia. El derrotado, entonces perredista Andrés López Obrador, contaba con amplia ventaja, la cual, tras sus arranques, desplantes y soberbia fue perdiendo y permitió que el panista lo alcanzara y, por un suspiro, lograra arrebatarle el triunfo.
Esa elección jamás la olvidó el tabasqueño, acusando, sin probar, como ha sido costumbre durante toda su vida política, que fue víctima de un fraude monumental, presumiendo que contaba con pruebas de tal señalamiento; aunque éstas nunca las presentó, lo que, si ofreció, fueron unas cajas vacías.
Sí, López Obrador siempre ha sido un mal perdedor, descubriendo siempre que en sus venas corre sangre autoritaria, aunque hubo quienes dudaron de los desplantes que ya mostraba, entre ellos, connotados periodistas que después se dijeron engañados. Nadie puede ver lo que no quiere ver, y, a decir verdad, eso fue lo que les pasó.
El tiempo dio la razón a quienes advertían las intenciones de López. Así, con el paso de su administración, fue destruyendo lo que los mexicanos habían construido a pesar de los gobiernos antidemocráticos: por alguna razón, la voluntad de los mexicanos se fue imponiendo ante la terquedad de los miembros de esa élite que no quería perder sus privilegios.
La coalición que se dice de izquierda, conformada por Morena, PT y Verde Ecologista, cuyos dirigentes son todo menos de esa ideología, decididamente se fueron a derribar las instituciones democráticas para garantizarse que jamás nadie, más que ellos, de ahora en adelante, pueda volver a acceder a gobernar el país.
Los nuevos poderosos dieron rienda suelta a su imaginación, así fueron derrumbando las instituciones que daban base a la incipiente democracia mexicana, llegando incluso a desmantelar al poder judicial, sin siquiera preocuparse por ocultar sus intenciones.
Tras cuestionar a la presidente Claudia Sheinbaum al respecto, y de que Morena, omnipresente, podrá a voluntad colocar a sus incondicionales en los puestos que arrebataron a los que sentaron bases en el conocimiento a partir de pruebas duras para poder conquistar los cargos de jueces, magistrados y ministros, lo negó, dijo que es demócrata, y que la intención es acabar con la corrupción, ¿les suena?
Serán entonces de nueva cuenta los muertos, que decidan quien seguirá gobernando. Con el control absoluto de lo que deberían de ser tres poderes, no existe impedimento alguno; con ello, se desvanecen las posibilidades de la oposición. Como antes, los muertos nuevamente convertidos en votantes, inclinarán la balanza en favor de los nuevos “demócratas”, favorecidos en número gracias al sexenio que terminó, por la pandemia y la violencia; sin necesidad de usar programas sociales o el convencimiento, no se necesitan.