Un viajero en el tiempo tiene la capacidad de moverse y experimentar la vida en diferentes épocas, alternando entre el pasado, el presente y el futuro. Esta experiencia lo conecta con los ritmos y modos de vida de cada período, permitiéndole observar, desde dentro, cómo la sociedad cambia y evoluciona. De manera simbólica, mi generación también es una especie de viajera en el tiempo, aunque no en el sentido tradicional. Hemos sido testigos y partícipes de múltiples transiciones tecnológicas y culturales.
Primero, crecimos en un mundo analógico, donde todo era tangible: los libros, las cartas, los discos de vinilo, las cintas de casete, el papel. Era un tiempo en el que el acceso a la información y la comunicación requerían esfuerzo, paciencia y espacio físico. Ese pasado analógico nos enseñó el valor de lo material y duradero, de las relaciones directas y de los procesos lentos, como esperar semanas para recibir una carta o escuchar un álbum completo sin saltar canciones.
Luego llegó la era digital, un presente que transformó nuestra forma de interactuar con el mundo. La inmediatez del internet, la posibilidad de conectarse con cualquiera en cualquier parte y la transición a lo virtual nos obligaron a adaptarnos con rapidez. Ahora navegamos entre lo tangible y lo intangible, entre lo privado y lo hiperconectado, aprendiendo a vivir en una realidad híbrida, donde lo analógico y lo digital se entrelazan y coexisten, aunque no sin generar ciertas tensiones y desafíos.
Hoy intentamos comprender el futuro de la inteligencia artificial (IA), una tecnología que promete revolucionar aún más nuestra forma de vida. Esta frontera desconocida plantea nuevos retos, ya que tratamos de imaginar un mundo en el que la IA podría cambiar la naturaleza del trabajo, las relaciones humanas, la creatividad y la toma de decisiones. Nuestra capacidad de adaptación sigue siendo puesta a prueba, obligándonos a redefinir, nuevamente, lo que significa ser humanos en una realidad en transformación constante.
Mi generación se ha convertido en un viajero moderno en el tiempo: nacimos en un mundo analógico, nos adaptamos al digital y ahora intentamos imaginar un futuro dominado por la inteligencia artificial. En este proceso, hemos trasladado fragmentos de nuestra identidad y memoria personal a espacios virtuales: fotografías, conversaciones, contactos, recuerdos y documentos que alguna vez almacenamos en papel o en nuestra mente, ahora habitan en servidores lejanos y en la nube. Pero, ¿qué pasaría si ese mundo digital, en el que confiamos cada vez más, un día dejara de existir?
Imaginemos por un momento que todas esas copias digitales de nuestra vida —desde lo mundano hasta lo profundamente personal— desaparecieran de un instante a otro. ¿Qué quedaría de nuestras memorias? ¿Hasta qué punto estamos preparados para un colapso digital, cuando hemos llegado a depender de este mundo intangible para recordar, organizar, compartir y hasta definir quiénes somos? Nos hemos vuelto tan digitales que el mundo físico, con su permanencia y solidez, ha empezado a sentirse menos esencial.
La posibilidad de un "gran borrado de datos", en el que toda nuestra memoria digital se esfuma, nos confronta con la fragilidad de esta nueva realidad. ¿Cómo sería descubrir que nuestro celular está vacío, que las nubes y correos han desaparecido, y que todas nuestras fotos, mensajes y archivos han sido borrados? No sólo perderíamos recuerdos personales y contactos esenciales, sino también la historia colectiva de una época: momentos compartidos, movimientos sociales, conversaciones culturales y registros de toda una generación.
Hemos pasado de ser guardianes de nuestra memoria física a depositar nuestra confianza en una infraestructura digital que, aunque poderosa, no está exenta de vulnerabilidades. En un mundo donde dependemos tanto de lo digital, un "gran borrado" sería devastador: perderíamos una parte significativa de nuestra identidad, construida y compartida en estos espacios virtuales. De hecho, la reciente caída global de los sistemas de Microsoft fue un primer aviso de lo que podría significar este desplome de la memoria colectiva.
¿Estamos preparados para la posibilidad de olvidar colectivamente? La cuestión va más allá de los recuerdos perdidos; también nos lleva a cuestionarnos si seríamos capaces de reconstruirnos en ausencia de esa memoria digital. Como un viajero que pierde su mapa en medio de un recorrido, quedaríamos en la necesidad de reorientarnos, de reinventar nuestras historias. Y en ese proceso, quizás tendríamos que redescubrir nuestra capacidad para recordar sin intermediarios, volviendo a lo tangible y reencontrándonos con las memorias que viven en nosotros.
La paradoja de este viaje moderno en el tiempo es que, aunque creamos estar avanzando hacia el futuro, esa dependencia de lo digital nos hace vulnerables. Nos lleva a preguntarnos si, después de haber transitado por tantas transformaciones, sabríamos volver a habitar nuestro propio mundo físico.
Esta inquietud recuerda al célebre Funes el memorioso de Jorge Luis Borges, que narra la historia de un hombre capaz de recordar cada detalle de su vida con precisión absoluta. Sin embargo, esa memoria perfecta, lejos de ser un don, se convierte en una carga insoportable. De modo similar, nuestra dependencia de la memoria digital es tan intensa que perderla sería como perder una extensión de nuestra propia identidad. Y entonces surge la pregunta: ¿qué significaría el olvido en un mundo donde lo digital reemplaza, cada vez más, a la memoria humana?
Para quienes deseen profundizar en el tema de la memoria y su relación con la identidad y el olvido, les invito a explorar la historia de Funes el memorioso de Borges, una reflexión única que nos confronta con lo que significa recordar… y también, lo que significa olvidar.
Aquí les dejo el enlace:
https://www.ingenieria.unam.mx/dcsyhfi/material_didactico/Literatura_Hispanoamericana_Contemporanea/Autores_B/BORGES/memorioso.pdf