Teologías del desastre, abreviadas por la filosofía de a pie: “el capitalismo es la explotación del hombre por el hombre. El socialismo es lo contrario”.
Como prólogo o pelea semifinal de una velada boxística, se puede organizar un torneillo para poner frente a frente a Carlos Marx y a Friedrich August von Hayek, o a Milton Friedman y a John Maynard Keynes, o bien a Thomas Piketty y Gabriel Zuckman contra toda la cháchara “intelectual” de institutos y academias, así como de organismos financieros internacionales.
Esto tal vez permita aclarar confusiones y generar ciertas emociones antes de entrar al duelo estelar, que no es otro que encarar a las teologías de cada bando contra la siempre terca contundencia de los hechos.
Frente a ello y con algo de sentido común, se verá que nunca ha habido “fundamentos”, sino creencias, teologías (así asumidas como tales por los adictos que nunca faltan) en las cuales la verdad revelada se ha vuelto siempre contra sus profetas. Los hechos, vistos con las gafas de la historia, lo prueban una y otra vez.
Es obvio que en estos tiempos es mera ocurrencia plantear la necesidad de revivir al “Ogro Filantrópico” (de Octavio Paz, que es una forma de describir el ”desarrollo estabilizador”) con la fuerte intervención del gobierno en tareas empresariales y de fomento económico, sin duda con sus momentos de esplendor pero que, como se sabe, terminaron en tragedias.
También, no son menores las pesadillas y las angustias generadas desde hace casi cuatro décadas por el “Ogro Salvaje” (también con sus momentos estelares), donde el gobierno es asumido como una simple tarea de gerentes en papel de “mediums” con recetas de ficción, ya ni siquiera de vigilantes trasnochados”.
Ambos engendros, como se ha probado, terminan convertidos en el “Ogro Antropófago”, ese que describió un peculiar pensador, como fue el peninsular Carlos Castillo Peraza, y que consiste justamente en devorarse a sí mismo y a los demás.
Los hechos refutan toda la charlatanería difundida en ambos casos, con crecimientos económicos ficticios que concluyen en estruendosas caídas o están en franca reversa o estancadas, con el consecuente empobrecimiento generalizado, el agandalle de los bienes productivos como innovación, así como las deudas y el saqueo eternos, producto de voluntades sin rasgos racionales (especuladores y estafadores), dependientes, eso sí, de los impuestos ciudadanos vía “papá gobierno”, ese que dicen aborrecer pero al que no dudan en invocar para los recurrentes “rescates bancarios”, “salvatajes” y otros.
Por más que se diga, está probada la depredación y la devastación en esos extremos.
Pero “algo” tiene que hacerse antes que recurrir a recetas de “economistas difuntos” o de “modelos para zombis”, y ver con cuidado las propuestas que se han planteado entre los economistas vigentes para concluir con un círculo que sólo ha generado concentración de la riqueza en unos pocos (el triste “1 por ciento) y la miseria de millones.
Quizás se pueda rescatar lo bueno que hay -porque lo hay- de cada cual y con ello dar paso a un modelo distinto, pensando en su perfectibilidad permanente, en su modificación constante, antes que en su pretendida “perfección inatacable”, rasgo más bien teológico que económico o social, como sucede actualmente y como ha sucedido en otras épocas.
Porque es cierto que nadie quiere que el gobierno vuelva a fungir (más bien, fingir) como parte del aparato productivo pues está probado que es un mal empresario y un peor patrón (así sucedió en el período del “desarrollo estabilizador” y parte del “populismo” de caudillos), pero tampoco son admisibles los vacíos de autoridad, los cuales sólo se cubren tras el respectivo ataque de irracionalidad especuladora, esto con el entusiasmo de los campeones de la libertad individual.
Salvo casos muy ostentosos de adicción teológica, tampoco nadie quiere que las cosas sigan como están, con ese modelo neoliberal promotor de la desigualdad, la corrupción sistemática y cínica, la evasión de impuestos y el aterrizaje en paraísos fiscales; el usufructo de la riqueza nacional sin compensación alguna, con la grosera dádiva disfrazada de “programa social” o el todavía más insultante “comedor popular”, publicitado sin rubor alguno como un “gran logro” oficial.
Como diría el clásico, no se trata de cambiar de cadenas, sino de dejar de ser perros. Y para ello es preciso dejar atrás modelos fracasados, en esencia devastadores.