Hace casi una década, el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) lanzó una convocatoria tan provocadora como urgente: darle voz a los y las desobedientes. No buscaban premiar la rebeldía vacía ni al que más grita contra el poder, sino reconocer a quienes cuestionan el orden establecido con ética, creatividad y visión constructiva. El MIT proponía visibilizar a quienes, a través de sus ideas y acciones, imaginan otros sistemas sociales posibles.
La consigna es clara: no basta con oponerse a “los de arriba” por sistema; hay que hacerlo con propósito, con inteligencia y con propuestas que apunten a un mundo mejor.
Pensé entonces en la desobediencia como una de las fuerzas más fértiles en la historia de la humanidad. No aquella que nace del impulso ciego, sino la que brota del pensamiento crítico, de la conciencia ética y del deseo profundo de justicia. Gracias a ella, hemos desafiado una y otra vez dogmas que parecían eternos: que solo unos pocos podían gobernar, votar, amar, aprender o simplemente vivir con dignidad.
Sin desobediencia no existiría la democracia, ni la abolición de la esclavitud, ni el sufragio femenino, ni los derechos civiles, ni el matrimonio igualitario. Ni siquiera la posibilidad de imaginar un futuro distinto.
Pienso, por ejemplo, en Rosa Parks, que, con el sencillo acto de no ceder su asiento, encendió una chispa de dignidad colectiva frente a la segregación racial. En Martin Luther King Jr., cuya lucha pacífica sacudió los cimientos de una América dividida y nos recordó que la desobediencia también puede ser un acto de amor al prójimo. Y en el Subcomandante Marcos, que, desde las profundidades de la selva Lacandona, dio voz a los invisibles, mostrando que resistir también puede ser una forma poética de existir.
A través de ellos —y de tantas otras personas valientes—, la desobediencia se revela como semilla de transformación. Nos enseña que decir “no” a lo injusto puede ser el primer paso hacia un “sí” colectivo: sí a la equidad, a la memoria, a la posibilidad de reescribir la historia desde abajo.
Porque cada derecho que hoy damos por sentado fue, alguna vez, un acto de rebeldía. Y quienes se atrevieron a desobedecer lo hicieron no para destruir el orden, sino para imaginar uno más justo.
También recordé a esos “malos alumnos” y rebeldes históricos que no encajaron en su época, pero acabaron transformándola. Como Safo, que escribió sobre el amor femenino cuando era impensable; Carlomagno, impulsor de un renacimiento intelectual en plena Edad Media; Leonardo da Vinci, cuyo genio rompía cualquier frontera entre arte y ciencia; Hipatia de Alejandría, filósofa y astrónoma en un mundo que negaba a las mujeres el pensamiento; Sor Juana Inés de la Cruz, que prefirió una biblioteca a un marido; Napoleón Bonaparte, con todas sus contradicciones, pero con una ambición que redibujó Europa; Charles Darwin, que se atrevió a sugerir que veníamos de los monos; Agatha Christie, que renovó la novela policíaca sin dejar de ser ama de casa; y, por supuesto, Chaplin, que denunció al fascismo con humor cuando muchos aún callaban.
Hoy, esa rebeldía lúcida y necesaria sigue viva. Pienso en Greta Thunberg, con su cartel de cartón y su mirada firme, exigiendo acción climática sin pedir permiso. Su desobediencia es tan simple como poderosa: negarse a fingir que todo está bien.
Y no está sola. Edward Snowden, que enfrentó al aparato de vigilancia más grande del mundo para defender la privacidad; Malala Yousafzai, que desobedeció al silencio impuesto por los talibanes para defender el derecho a la educación; y los millones de jóvenes que, desde colectivos locales o redes globales, cuestionan los modelos de consumo, poder y educación heredados.
La historia —la que vale la pena contar— no la han escrito los obedientes, sino quienes supieron mirar más allá de lo establecido, romper moldes y proponer algo mejor.
Quizá entonces la pregunta no sea: ¿por qué desobedecen?, sino:
¿cómo aprendemos a escuchar a quienes lo hacen con razones y con sueños?