Esta reflexión nace de una experiencia cercana y de un espejo en el que me reconocí. Es un pensamiento sobre nosotras, las mujeres que aprendimos a sostener sin pausa, a cuidar sin descanso y amar sin límites, hasta olvidarnos de lo más simple: que también necesitamos cuidado, silencio y descanso.
Soy parte de una generación adulta —adulta, sí—; podríamos decir adulta media, quizá. No sé bien cómo nombrarla. Somos una generación que oscila entre los 45 y los 60 años.
Mujeres que crecimos bajo la idea de la superwoman, la súper mujer: aquella que debe tener tiempo para ser madre, hermana, hija, abuela, profesional… y que, aun así, se exige ser todo, hacerlo todo, sostenerlo todo. Quizá lo único que no tiene tiempo de ser es mujer para sí misma.
Nos ocupamos de las necesidades de todas las personas que amamos. Somos cuidadoras por excelencia, administradoras del afecto, del tiempo, del orden y del silencio. Y, sin embargo, olvidamos lo fundamental: cuidarnos a nosotras mismas.
Esta reflexión es para ellas, pero también es para mí —un pensamiento en voz alta, porque en el cuerpo, el cansancio y la fragilidad de otras mujeres me reconozco. Comprendo que debemos aprender a detenernos, a respirar, a concedernos un espacio propio, sin culpa ni justificación. El autocuidado no es egoísmo: es una forma de resistencia.
No escribo desde la comodidad de quien posee las respuestas, sino desde la conciencia de todo lo que he dejado de hacer por mí misma. De cómo la idea del deber, del amor incondicional y del sacrificio como virtud nos ha hecho creer que valemos solo en la medida en que damos, en que sostenemos a los otros.
No hemos aprendido que nadie es verdaderamente indispensable —aunque mi madre sí que lo es—. Deberíamos aceptar que el día que no estemos, la vida continuará: la tesis, la agenda, el trabajo, los pendientes. La vida sigue, aunque nosotras no estemos ahí para sostenerla.
Decía Simone de Beauvoir que “no se nace mujer: se llega a serlo”. En nuestra generación, la mujer se ha convertido en un ser-para-los-otros: una existencia volcada hacia fuera, que mide su valor a través del servicio y la entrega. Así, el cuidado del otro termina, paradójicamente, en el descuido de sí misma; y esa forma de amar puede volverse una manera silenciosa de desaparecer.
El autocuidado, entonces, aparece como una recuperación del yo, como un gesto ético y ontológico. Reconocer que una vida plena no puede fundarse únicamente en la entrega, sino también en la atención consciente hacia una misma. En ese sentido, el autocuidado es un acto de libertad, una forma de afirmar: yo también existo, mi cuerpo también merece descanso, mi alma también necesita espacio.
Nuestra generación —las mujeres entre los 45 y los 60 años— habita una etapa de transición histórica. Somos hijas de la modernidad y madres del feminismo contemporáneo.
Crecimos bajo mandatos tradicionales, pero fuimos las primeras en incorporarnos masivamente al mundo laboral, sin que las estructuras sociales se transformaran al mismo ritmo.
Vivimos la doble jornada: el trabajo productivo y el trabajo reproductivo, ambos invisibles y desigualmente valorados. La súper mujer es, en realidad, el símbolo de un sistema que nos exige ser infinitamente competentes, emocionalmente disponibles y siempre en control, pero sin concedernos tiempo ni espacio real para nosotras mismas.
Por eso, cuando una de nosotras enferma o se derrumba, cuando el cuerpo o el alma dicen basta, no se trata solo de un hecho individual: es un espejo colectivo. Refleja el agotamiento estructural de una generación que sostiene familias, trabajos, vínculos y expectativas sin detenerse a pensar en su propio bienestar.
Tal vez ha llegado el momento de desarmar el mito de la súper mujer y reemplazarlo por otro más humano: el de la mujer que se cuida, que se permite ser imperfecta, que reconoce que cuidarse a sí misma no la aleja del amor hacia los otros, sino que lo hace más verdadero.
Porque solo quien se habita puede realmente acompañar. Y solo quien se cuida puede seguir amando sin desaparecer. Lo digo en voz alta, porque es mi intento de aprender a habitarme…