La primera vez que escuché tu nombre fue a través de un par de amigos, conmovidos hasta la médula al verte en el escenario. Su emoción me despertó la curiosidad y me di la oportunidad de seguirte, de ver tu arte y tu potencial desbordando más allá de cualquier frontera. Un par de años más tarde, tuve el privilegio de conocerte en persona y de contemplar desde más cerca no sólo tu talento, sino aquello que lo sostiene: tu esfuerzo incansable, tu disciplina rigurosa, tu profesionalismo profundo, tu pasión desbordante por la danza, por México y por tus afectos.
Fui testigo de tus ganas sinceras de abrir caminos, de tender puentes para que más niñas, niños y jóvenes descubran su talento y puedan llevarlo tan lejos como sus alas lo permitan. He compartido contigo desafíos detrás del escenario, momentos que expresan la esencia de lo que significa resistir con arte y amor.
Cuando la mecánica del teatro colapsó y hubo que improvisar con una valerosa “operación huarache”, sostenida por nudos, manos y una voluntad férrea para no cancelar en tu tierra. Ahí vimos a Mikhail Kaniskin, tu leal y amoroso compañero, abrazar a México como suyo, con la misma pasión con la que te acompaña en la vida y en el arte. Y ahí también comprendimos que los bailarines no eran sólo colegas: eran tus amigos. Porque, sin dudarlo, decidieron seguir unas luces proyectadas desde una presentación hecha al vuelo, porque no había otra forma de alumbrar y marcar los movimientos en el escenario. Y así, la danza volvió a hacer lo imposible: venció a la oscuridad.
En pandemia no te detuviste. Innovaste desde lo digital con un programa exquisito, valiente, con los hermanos Karamazov y Carmen. En otra ocasión respiramos profundo contigo cuando, justo al iniciar la gala, la computadora que contenía el diseño de iluminación colapsó. Un teatro lleno, expectante, y tú serena, confiada en tu equipo. Rafa improvisó con maestría en versión análoga y la función comenzó. Pero no bastó: justo antes de la primera pieza, la sal que debía cerrar la noche se desparramó sobre el escenario.
Desde las butacas vimos sólo pies corriendo de un lado a otro, pensamos que los bailarines se preparaban, luego supimos que lo que hacían era ayudar a limpiar la sal. Fue un momento de vértigo, de estrés... y luego, de anécdota luminosa.
No sé qué desafíos tuviste que vencer para llegar a esta última gala en el Auditorio Nacional, frente a más de 10 mil personas. Lo que sí sé es que fue una noche sublime. Una noche llena de amor, de sensualidad, de picardía, de emoción. Nos hicieron reír, llorar, suspirar, vibrar. Nos hicieron sentir.
Y detrás de cada paso, también late tu papel de madre amorosa, responsable, presente. El amor con el que hablas de Maya, tu hija, refleja la misma entrega con la que danzas: absoluta, consciente, luminosa. Tus padres —testigos y raíces de tu historia— siempre contigo, celebrando en silencio cada logro. Y Misha, compañero de vida y arte, sosteniéndote y dejándose sostener, construyendo juntos desde la complicidad más profunda.
No sorprende que el mundo entero te reconozca. Has recibido los más altos honores internacionales, que celebran tu virtuosismo, que te colocan como un referente de la danza en la historia de Iberoamérica. Y como si eso no bastara, acabas de romper un paradigma que parecía intocable: has sido nombrada directora del Ballet de Stuttgart, la primera persona extranjera —y además latina, y mujer— en ocupar ese cargo en la historia de una de las instituciones más prestigiosas del mundo. Eso no sólo es un triunfo personal, Elisa: es una grieta de luz en el muro de lo improbable. Es inspiración viva para miles de mujeres, para miles de artistas, para miles de niñas que ahora podrán imaginarse ahí, donde antes sólo veían imposibles.
La danza se volvió poesía encarnada. El escenario fue un umbral hacia lo eterno. Cada paso, cada nota, cada destello de luz tejió una experiencia que trascendió el espectáculo para convertirse en un acto profundo de comunión entre el arte y el alma humana. Fue una sucesión de obras maestras, una travesía emocional y estética que nos recordó que el cuerpo también puede pensar, y que la belleza, cuando es verdadera, transforma.
La curaduría fue tan delicada como audaz: un puente entre lo clásico y lo contemporáneo, entre el virtuosismo y la emoción desnuda. En escena, los intérpretes no sólo danzaban: habitaban personajes, sueños, deseos, pasiones. La danza se volvió verdad.
El diseño de iluminación fue un lenguaje secreto que nos envolvió con sensibilidad plástica y profundidad poética. En Bolero, la luz acompañó el crescendo con una precisión hipnótica; en Tué y Le Parc, la penumbra susurró la emoción como si la acariciara.
Y entonces llegó el silencio final. No uno vacío, sino colmado. El público, de pie, no aplaudía por cortesía, sino como quien da gracias por una revelación. Aquello fue más que una gala. Fue un ritual. En cada pas de deux vibró la humanidad: el amor, la pérdida, la libertad, el deseo, la risa y la sombra. Bailarines como tú, como Megan, Léonore, Sergio, ofrecieron algo más que técnica: ofrecieron su corazón.
Porque en la danza —como en la vida— hay momentos en que no basta con entender: hay que sentir. Y esta noche, todos sentimos. Y por un instante, fuimos uno.
Gracias, Elisa. Por tu entrega, por tu visión, por tu corazón. Y por recordarnos, siempre, que la danza no sólo se baila: se vive.